Quienes vieran cada mañana a aquel hombre
que, con su chándal rojo y azul del Atlético de Madrid, sacaba a pasear a su
perro nunca podrían imaginarse que fuese uno de los asesinos más sanguinarios
de la Mafia
calabresa. Su curriculum criminal era
muy extenso y comprendía a todas las capas sociales. Era muy apreciado en su
perversa profesión por su extrema discreción y su eficacia en los encargos que
recibía. Tenía su “sede central” en la eterna Roma y allí atendía los trabajos
más variopintos. Siempre exigía que se le adelantara antes del “trabajo” el
cincuenta por ciento de la cantidad pactada. Bajo ningún concepto aceptaba
matar a mujeres o niños: su ética no se lo permitía. Solo tenía un lunar negro en su “carrera”: un
infarto se le adelantó a una de sus posibles víctimas. Evidentemente, y dado su
alto grado de profesionalidad, devolvió íntegramente el adelanto recibido.
Era la tercera vez que viajaba a España
para sus “encargos”. Primero se
“ventiló” a un mercader chino de altos vuelos; después a un “chivato”
arrepentido de la Mafia al que habían puesto precio a su cabeza y
ahora le tocaba el turno a un famoso cantante ingles –ya jubilado- afincado en
Marbella.
Se paseaba por la Costa del Sol con su inseparable
chándal del Atlético de Madrid y dado el buen momento que atravesaba el
equipo colchonero nadie se extrañaba de
tal alarde presuntuoso. Vigilaba y seguía de cerca todos los movimientos de su
futura víctima. Los sitios que frecuentaba y con las personas que se
relacionaba. Había alquilado un pequeño apartamento en Benalmádena-Costa y se
hacia pasar por un italiano prejubilado amante del sol, la playa, el vino, las
mujeres y “su” Atlético de Madrid. Nadie podía imaginarse que en el pequeño bolso
que portaba llevara una “Beretta” italiana
de 9 mm.
con un silenciador adaptado.
Sabía que la ocasión se le podía presentar en
cualquier momento y no estaba dispuesto a desaprovecharla. El cantante siempre
iba rodeado de un par de guardaespaldas y una corte de aduladores que hacia
casi imposible un acercamiento intentando cogerlo desprevenido. Salía cada
mañana a pescar en una pequeña embarcación siempre custodiado por su sequito.
Las tardes las solía pasar jugando al golf en un club social de alto standing.
Por las noches cenaba en compañía de alguna dama mayor, millonaria y enamoradiza que, evidentemente, siempre
pagaba la cena y sus derivados.
Observó con su desarrollada perspicacia que los domingos asistía a Misa de doce en la Iglesia de María Santísima
del Mar en Torremolinos. Entraba solo y en la puerta del templo dejaba aparcado
a su par de guardaespaldas. Hombre de fe y de negocios tan sucios como su
conciencia cubría en solitario aquel encuentro semanal con Dios. Cuando la misa
tocaba a su fin y el cura proporcionaba la comunión notó en su nuca un frío de
muerte que se convirtió en un fuego abrazador. La cabeza del cantante estalló
como un melón golpeado contra el suelo y cayó de bruces sobre el respaldo del
banco que tenía delante. Un hilillo de sangre le corría por la boca y sus ojos
desencajados miraban ya inertes hacia la pila bautismal. Los dos guardaespaldas
en la puerta no podían imaginarse que aquel hombre que al salir le daba una
limosna al mendigo los había dejado sin trabajo.
Había cambiado el chándal del
Atlético de Madrid por un traje negro de diseño y le esperaba en su apartamento
una maleta recién hecha, un perro y un billete de avión para Roma. Una eterna y
pesada vuelta a empezar de un camino que lleva de la vida a la muerte. Era verdad aquello de que: hay trabajos que
matan.
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