jueves, 24 de julio de 2014

Cuentos de azotea 4. Rojo y azul




    Quienes vieran cada mañana a aquel hombre que, con su chándal rojo y azul del Atlético de Madrid, sacaba a pasear a su perro nunca podrían imaginarse que fuese uno de los asesinos más sanguinarios de la Mafia calabresa.  Su curriculum criminal era muy extenso y comprendía a todas las capas sociales. Era muy apreciado en su perversa profesión por su extrema discreción y su eficacia en los encargos que recibía. Tenía su “sede central” en la eterna Roma y allí atendía los trabajos más variopintos. Siempre exigía que se le adelantara antes del “trabajo” el cincuenta por ciento de la cantidad pactada. Bajo ningún concepto aceptaba matar a mujeres o niños: su ética no se lo permitía.  Solo tenía un lunar negro en su “carrera”: un infarto se le adelantó a una de sus posibles víctimas. Evidentemente, y dado su alto grado de profesionalidad, devolvió íntegramente el adelanto recibido.

    Era la tercera vez que viajaba a España para sus “encargos”.  Primero se “ventiló” a un mercader chino de altos vuelos; después a un “chivato” arrepentido de la Mafia  al que habían puesto precio a su cabeza y ahora le tocaba el turno a un famoso cantante ingles –ya jubilado- afincado en Marbella.

    Se paseaba por la Costa del Sol con su inseparable chándal del Atlético de Madrid y dado el buen momento que atravesaba el equipo  colchonero nadie se extrañaba de tal alarde presuntuoso. Vigilaba y seguía de cerca todos los movimientos de su futura víctima. Los sitios que frecuentaba y con las personas que se relacionaba. Había alquilado un pequeño apartamento en Benalmádena-Costa y se hacia pasar por un italiano prejubilado amante del sol, la playa, el vino, las mujeres y “su” Atlético  de Madrid.  Nadie podía imaginarse que en el pequeño bolso que portaba llevara una “Beretta” italiana  de 9 mm. con un silenciador adaptado.

     Sabía que la ocasión se le podía presentar en cualquier momento y no estaba dispuesto a desaprovecharla. El cantante siempre iba rodeado de un par de guardaespaldas y una corte de aduladores que hacia casi imposible un acercamiento intentando cogerlo desprevenido. Salía cada mañana a pescar en una pequeña embarcación siempre custodiado por su sequito. Las tardes las solía pasar jugando al golf en un club social de alto standing. Por las noches cenaba en compañía de alguna dama mayor, millonaria  y enamoradiza que, evidentemente, siempre pagaba la cena y sus derivados.

     Observó con su desarrollada perspicacia  que los domingos asistía a Misa de doce en la Iglesia de María Santísima del Mar en Torremolinos. Entraba solo y en la puerta del templo dejaba aparcado a su par de guardaespaldas. Hombre de fe y de negocios tan sucios como su conciencia cubría en solitario aquel encuentro semanal con Dios. Cuando la misa tocaba a su fin y el cura proporcionaba la comunión notó en su nuca un frío de muerte que se convirtió en un fuego abrazador. La cabeza del cantante estalló como un melón golpeado contra el suelo y cayó de bruces sobre el respaldo del banco que tenía delante. Un hilillo de sangre le corría por la boca y sus ojos desencajados miraban ya inertes hacia la pila bautismal. Los dos guardaespaldas en la puerta no podían imaginarse que aquel hombre que al salir le daba una limosna al mendigo los había dejado sin trabajo.
    Había cambiado el chándal del Atlético de Madrid por un traje negro de diseño y le esperaba en su apartamento una maleta recién hecha, un perro y un billete de avión para Roma. Una eterna y pesada vuelta a empezar de un camino que lleva de la vida a la muerte.  Era verdad aquello de que: hay trabajos que matan.

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