jueves, 3 de julio de 2014

Cuentos de azotea: El dilema del agregado




Cuentos de azotea

1. El dilema del agregado

“A mis primos Diego y María Luisa que,
 víctimas  de la posguerra,
 se murieron sin conocer a su padre”

    Cuando la secretaria del Notario don Filomeno Martínez de Zúñiga les pidió que pasaran al despacho y tomaran asiento en el reloj de la Notaría dieron las doce en punto de la mañana. Eran tres hermanos ya metidos en años –y sobre en todo en deudas- que se frotaban las manos ante la eventualidad de -¡por fin!-! poder repartirse la herencia de su fallecido padre.

    El viejo tenía una mala salud de hierro y aguantó impertérrito hasta los noventa y tres años de edad. Le había adelantado a sus inútiles vástagos una parte considerable de su fortuna y estos la habían dilapidado en negocios mal planteados  e inversiones peor ejecutadas. Gastaban y gastaban una parte importante de un botín conseguido por su difunto padre en la época del estraperlo. Un ex-combatiente de la División Azul, de gatillo fácil en tapias de cementerio y con grandes influencias en las altas esferas franquistas.

    José María, el mayor de los hijos, encendió nervioso un cigarrillo a la espera de que compareciera don Filomeno y terminar con aquello de una puñetera vez.

    ---Hacia casi un año que no fumaba--- comentó mientras le ofrecía un pitillo a su hermana Carmen.

     ---Gracias pero ya, a mi edad, no tengo vicios… menores—dijo la hermana declinando el ofrecimiento.

    A la llegada del Notario José María apagó presuroso el cigarro haciendo un leve movimiento con la mano para disipar el humo del despacho. “Bueno, si os parece vamos a resolver el motivo de mi convocatoria”, dijo sentencioso el severo de don Filomeno. Todos se removieron inquietos calculando mentalmente la parte que les correspondería. Aunque de su padre siempre se esperaban lo peor y en esta ocasión, aún después de muerto, no iba a  defraudarles.

     ----Antes que nada quiero comentaros que vuestro padre ha dividido su testamento en cuatro partes. Es una condición que él consideraba imprescindible ---comentó ante el asombro de los herederos.

    ---- ¿Cuatro partes?--- exclamó extrañado Francisco Javier el menor de los hermanos ante el asombro general.

    ---- Cuatro partes. Las vuestras y la de una cuarta persona a la que tendréis que encontrar y caso de no cobrar él su parte tampoco vosotros cobraréis la vuestra. Solo puedo deciros que se trata de vuestro hermano putativo y al que vuestro padre nunca abandonó del todo. Poco más estoy autorizado a deciros.

    Bien conocidas eran en la Ciudad las juergas que se pegaba el finado y su indisimulada afición hacia las mujeres, el flamenco, el vino, las cartas y las noches interminables donde terminaban emborrachando hasta a la luna lunera.

    Siempre circuló el rumor que este don Guido experto en el contrabando de café, tabaco y aceite con crucifijo de plata  en la mesa de su despacho  tenía más de un hijo putativo. Don José María era un hombre de pelo en pecho y de una generosidad –tan solo nocturna eso si- sin limites. Un mecenas de pelo engominado, de bragueta fácil  y de alma en duermevela. Un español al uso y prodigo en abusos. 

    María de las Mercedes, su santa y paciente devota esposa, purgaba las culpas de su esposo asistiendo a misas diarias, rosarios interminables y presidiendo mesas petitorias. Buscó y rebuscó en las profundidades de sus entrañas para que las oscuras noches de alcoba dieron como fruto un reguero de hijos. Todo valdría para que el tarambana de su marido sentara la cabeza y, sobre todo, su inquieto pene. Cuando cumplió los setenta  años de edad pensó adelantarse a los regalos de sus inútiles hijos y de su casquivano esposo: se regaló ella misma un vuelo sin paracaídas desde la azotea de su casa estrellándose para siempre contra el suelo de un patinillo.

    Al entierro acudió media Córdoba  que no decía lo que pensaba y se quedaron en sus casas la otra mitad para evitar que coincidieran  pensamiento y sentimiento. Los asistentes decían que la pobre de María de las Mercedes era una santa a la que últimamente se le veía muy decaída. “Mala de los nervios” en definitiva. A su ahora viudo se le notaba tremendamente afligido y ya con un tardío propósito de enmienda. El “vuelo” de su santa y sufrida esposa ya era totalmente irreversible.

   Y ahora así estaban las cosas: tres atribulados inútiles integrales sin saber ni por donde empezar  ni a quien buscar para poder cobrar la herencia paterna. Tendrían que remover el pasado de su padre contratando un investigador privado (¡un nuevo gasto!).  Saldrían a relucir cosas y casos que ellos siempre se empeñaron en ignorar. Todo valía con tal de poder seguir manteniendo un nivel de vida acorde con sus amistades de la alta burguesía. Los pobres nunca entenderían lo que tienen que sufrir algunos ricos con tal de no dejar de serlos.

    A esa misma ahora en el pueblo cordobés de Peñarroya-Pueblonuevo un médico rural se disponía a coger su bicicleta para asistir a un niño de un cortijo cercano con principio de varicela. Ajeno a todo nunca podría imaginar que su ADN era lo único que podía propiciar el reparto de una suculenta “tarta”. Hijo de madre soltera y portador de los apellidos de su madre era lo mejor de una cosecha de viñas podridas. Un manantial de agua fresca y clara donde se inclinaba  a beber la decencia, el esfuerzo más noble y la bondad. Un hombre en el sentido literal del término. Padre de tres hijos que lo adoraban por lo que era y representaba y no por lo que tenía. Esposo de una mujer que lo quería con locura sin tener que bañarse cada noche en agua bendita. Abuelo de un ángel rubio que terminó por darle pleno sentido a su vida. Puede que el dilema del agregado nunca fuera despejado y que aun siendo verdad que Dios a veces escribe con renglones torcidos su mensaje casi siempre nos resulta diáfano. Queda también la razonable duda de si este corto relato no merecería ser convertido en una  novela.  Al final la vida  siempre resulta un eterno dilema.

Juan Luis Franco – Jueves Día 3 de Julio del 2014

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