Cuentos de azotea
1. El dilema del agregado
“A mis primos Diego y María Luisa
que,
víctimas
de la posguerra,
se murieron sin conocer a su padre”
Cuando la secretaria del Notario don
Filomeno Martínez de Zúñiga les pidió que pasaran al despacho y tomaran asiento
en el reloj de la Notaría
dieron las doce en punto de la mañana. Eran tres hermanos ya metidos en años –y
sobre en todo en deudas- que se frotaban las manos ante la eventualidad de -¡por
fin!-! poder repartirse la herencia de su fallecido padre.
El viejo tenía una mala salud de hierro y
aguantó impertérrito hasta los noventa y tres años de edad. Le había adelantado
a sus inútiles vástagos una parte considerable de su fortuna y estos la habían
dilapidado en negocios mal planteados e
inversiones peor ejecutadas. Gastaban y gastaban una parte importante de un
botín conseguido por su difunto padre en la época del estraperlo. Un ex-combatiente
de la División Azul,
de gatillo fácil en tapias de cementerio y con grandes influencias en las altas
esferas franquistas.
José María, el mayor de los hijos, encendió
nervioso un cigarrillo a la espera de que compareciera don Filomeno y terminar
con aquello de una puñetera vez.
---Hacia casi un año que no fumaba---
comentó mientras le ofrecía un pitillo a su hermana Carmen.
---Gracias pero ya, a mi edad, no tengo
vicios… menores—dijo la hermana declinando el ofrecimiento.
A la llegada del Notario José María apagó
presuroso el cigarro haciendo un leve movimiento con la mano para disipar el
humo del despacho. “Bueno, si os parece vamos a resolver el motivo de mi
convocatoria”, dijo sentencioso el severo de don Filomeno. Todos se removieron
inquietos calculando mentalmente la parte que les correspondería. Aunque de su
padre siempre se esperaban lo peor y en esta ocasión, aún después de muerto, no
iba a defraudarles.
----Antes que nada quiero comentaros que
vuestro padre ha dividido su testamento en cuatro partes. Es una condición que
él consideraba imprescindible ---comentó ante el asombro de los herederos.
---- ¿Cuatro partes?--- exclamó extrañado
Francisco Javier el menor de los hermanos ante el asombro general.
---- Cuatro partes. Las vuestras y la de
una cuarta persona a la que tendréis que encontrar y caso de no cobrar él su
parte tampoco vosotros cobraréis la vuestra. Solo puedo deciros que se trata de
vuestro hermano putativo y al que vuestro padre nunca abandonó del todo. Poco
más estoy autorizado a deciros.
Bien conocidas eran en la Ciudad las juergas que se
pegaba el finado y su indisimulada afición hacia las mujeres, el flamenco, el
vino, las cartas y las noches interminables donde terminaban emborrachando
hasta a la luna lunera.
Siempre circuló el rumor que este don Guido
experto en el contrabando de café, tabaco y aceite con crucifijo de plata en la mesa de su despacho tenía más de un hijo putativo. Don José María
era un hombre de pelo en pecho y de una generosidad –tan solo nocturna eso si-
sin limites. Un mecenas de pelo engominado, de bragueta fácil y de alma en duermevela. Un español al uso y
prodigo en abusos.
María de las Mercedes, su santa y paciente
devota esposa, purgaba las culpas de su esposo asistiendo a misas diarias,
rosarios interminables y presidiendo mesas petitorias. Buscó y rebuscó en las
profundidades de sus entrañas para que las oscuras noches de alcoba dieron como
fruto un reguero de hijos. Todo valdría para que el tarambana de su marido
sentara la cabeza y, sobre todo, su inquieto pene. Cuando cumplió los setenta años de edad pensó adelantarse a los regalos
de sus inútiles hijos y de su casquivano esposo: se regaló ella misma un vuelo
sin paracaídas desde la azotea de su casa estrellándose para siempre contra el
suelo de un patinillo.
Al entierro acudió media Córdoba que no decía lo que pensaba y se quedaron en
sus casas la otra mitad para evitar que coincidieran pensamiento y sentimiento. Los asistentes
decían que la pobre de María de las Mercedes era una santa a la que últimamente
se le veía muy decaída. “Mala de los nervios” en definitiva. A su ahora viudo
se le notaba tremendamente afligido y ya con un tardío propósito de enmienda.
El “vuelo” de su santa y sufrida esposa ya era totalmente irreversible.
Y ahora así estaban las cosas: tres atribulados inútiles integrales sin
saber ni por donde empezar ni a quien
buscar para poder cobrar la herencia paterna. Tendrían que remover el pasado de
su padre contratando un investigador privado (¡un nuevo gasto!). Saldrían a relucir cosas y casos que ellos
siempre se empeñaron en ignorar. Todo valía con tal de poder seguir manteniendo
un nivel de vida acorde con sus amistades de la alta burguesía. Los pobres
nunca entenderían lo que tienen que sufrir algunos ricos con tal de no dejar de
serlos.
A esa misma ahora en el pueblo cordobés de
Peñarroya-Pueblonuevo un médico rural se disponía a coger su bicicleta para
asistir a un niño de un cortijo cercano con principio de varicela. Ajeno a todo
nunca podría imaginar que su ADN era lo único que podía propiciar el reparto de
una suculenta “tarta”. Hijo de madre soltera y portador de los apellidos de su
madre era lo mejor de una cosecha de viñas podridas. Un manantial de agua
fresca y clara donde se inclinaba a
beber la decencia, el esfuerzo más noble y la bondad. Un hombre en el sentido
literal del término. Padre de tres hijos que lo adoraban por lo que era y
representaba y no por lo que tenía. Esposo de una mujer que lo quería con
locura sin tener que bañarse cada noche en agua bendita. Abuelo de un ángel
rubio que terminó por darle pleno sentido a su vida. Puede que el dilema del
agregado nunca fuera despejado y que aun siendo verdad que Dios a veces escribe
con renglones torcidos su mensaje casi siempre nos resulta diáfano. Queda
también la razonable duda de si este corto relato no merecería ser convertido
en una novela. Al final la vida siempre resulta un eterno dilema.
Juan Luis Franco – Jueves Día 3 de Julio del 2014
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