Para alguien que había sido un niño friolero y un adulto aún más
friolero no era de extrañar que ahora fuera un anciano extremadamente friolero.
Nunca supo el motivo pero la verdad es que pareciese como si al nacer ya trajera
el frío estampado en los huesos. Persona enjuta y de porte sumamente elegante
usaba manga larga incluso cuando la canícula se mostraba más inmisericorde. Te
daba la mano (hasta en verano) y era como si se la estrecharas a la “Canina del
Santo Entierro”. Aquel infausto día estaba sentado leyendo en su sillón de
orejas con su pijama de franela; un par de calcetines dobles de lana; camiseta
polar de manga larga; calzoncillo tobilleros versión “Río Bravo”; una pantuflas
de paño cuanto más viejas más cómodas y un batín azul sujeto con un grueso lazo
por la cintura. Leía para aprovechar la luz de la mañana muy cerca de la
terraza de su casa pero, eso si, con los cristales herméticamente cerrados. Era
normal a su edad que debido a las pastillas que tomaba se quedará dormido
mientras leía. Notaba un leve sopor que poco a poco lo iba alejando de cuanto
le rodeaba. El libro casi siempre terminaba por los suelos y el señalizador
dejando de cubrir su necesaria y noble función. Para evitarlo tenía un tampón
de tinta azul y al pasar cada página solía estampar en la parte alta de las
mismas su ya ennegrecido dedo índice. Así dejaba marcado convenientemente la
última página leída. Nunca imaginó que el sopor de aquella mañana sería el
definitivo y lo iba a transportar al mundo de los eternos ausentes. Se quedó
dormido para siempre. Era un domingo día dieciocho de enero del 2015. Se llamaba Filiberto Fernández de Zayas y
tenía noventa y cinco años recién cumplidos. Uno de los mejores médicos
nutricionistas de España y eterno vecino de la Judería sevillana. De la
calle Verde que te quiero verde. Persona cultísima y de trato educado y amable.
Solía sentarse cada mañana en el interior del “Bar Giralda” y allí degustar
lentamente café, tostada de mermelada y prensa. A pesar de su declarado
agnosticismo acudía cada mañana a la
Iglesia de San Bartolomé y se sentaba en pleno recogimiento ante
el Santísimo. Decía que para él aquello era un ejercicio de introspección y al
que no estaba dispuesto a renunciar. Siempre me dijo que “quien asume sus
contradicciones vive dos veces”. Lo conocí una mañana hace ya muchos años en
una edición de la Feria
del Libro Antiguo y de Ocasión. Coincidimos en una caseta y al interesarnos los dos por el
mismo libro esto le llamó gratamente la atención. Le dije que lo conocía de
vista y poco a poco se fue labrando entre nosotros una amistad basada en el
respeto, el afecto y, por mi parte, en una profunda admiración. Me sacaba no
menos de veinticinco años y curiosamente él, en sus apreciaciones políticas,
sociales y culturales, parecía el más joven de los dos. Un hombre progresista
en el sentido más noble del término y una de las personas de cuantas he
conocido que mejor sabían complementar contenido y continente. Era viudo y su
único hijo murió siendo muy joven en un accidente de aviación. Aquello añadió a
su ancestral frío en el cuerpo el peor de los fríos: el del alma de paloma
herida. Lo cuidaba con esmero su sobrina Elena y a la que según me decía quería
como si fuera su hija. Don Filiberto nació accidentalmente en Barcelona y
desembarcó en la Ciudad
cuando tan solo contaba seis años de edad. Su padre era un afamado notario y su
madre fue una excelente profesora de piano. Le gustaba mucho charlar conmigo y
a mi me resultaba enormemente gratificante gozar de sus amenas conversaciones. Hombre
discreto y poco dado al barullo y a la magnificencia. Por respeto he cambiado
su nombre en este sentido Toma de Horas pues seguro que él no me autorizaría a
hablar de su persona.
El lunes pasado lo enterraron junto a su mujer y su hijo en el
Cementerio de San Fernando. Lo esperaba el frío mayor al que se enfrentan los
humanos: el del mármol de los cementerios. La infinita soledad de los eternos
ausentes.
Fuimos a despedirlo un buen número de leales. Don Filiberto fue de esas personas que viven
por y para los demás y que consiguen que nuestras vidas sean más placenteras.
Una mente lucida y un alma bondadosa envueltas dentro de un cuerpo siempre
frío. Su sobrina Elena leyó unas sentidas palabras escuchadas con emoción y el
respeto de los allí congregados. Los mismos que despedíamos con gran afecto al
hombre del corazón caliente y las manos siempre heladas. Espero que Dios en su
infinita bondad, al haberlo acogido con los brazos abiertos, lo ponga lo más
cerca posible del brasero divino. Aunque puede que ya calor y frío sean la
misma cara de la última moneda por gastar: la gloria eterna de las personas
bondadosas, cultas y decentes.
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