Como cantaba Machín, Isabel –Isabelita-, era la flor más perfumada que
había sembrada en el jardín de los amores. Tenía diez años más que yo y su
familia ocupaba un par de habitaciones contiguas a la mía en el Corral de las
Vírgenes. Era la menor de cinco hermanos
y de una hermosura verdaderamente deslumbrante. Me profesaba un verdadero
afecto y dada mi condición de eficaz
“mandaero” me utilizaba para esos menesteres. Siempre, eso si, me
recompensaba en la medida de sus posibilidades (muchas sesiones de cine a las
que siempre fui un gran aficionado me las pagó Isabelita). Siendo aún muy joven
se hizo novia de Gumersindo (“el Gume”) una persona extraordinaria oriundo de la Puerta Osario sevillana. Bético
de los más cabales que he conocido y un hombre de esos que sin necesidad de
alharacas dejan a su paso por la vida engrandecido el género humano. Por haber sido participe activo recuerdo con
nitidez aquel bello romance entre Isabelita y Gumersindo. Sus padres con el
beneplácito de los míos, me situaron en aquella relación sentimental de
“carabina”. A mi no me importaba en
absoluto ya que los tres coincidíamos en una gran afición cinéfila y me
llevaban a ver muchas y buenas películas. Procuraba, eso si, si apreciaba algún
arrechucho o beso furtivo hacerme el distraído. ¡Que tiempos aquellos! Pasó el tiempo y Gumersindo e Isabelita
decidieron casarse. Tuvieron tres hijas y de la segunda fuimos padrinos mi
hermana y yo. Precisamente las andanzas
y las malas compañías llevaron a mi ahijada al infierno de las drogas y a
Gumersindo, su padre, a una muerte prematura como consecuencia de la pena amarga.
Su madre, Isabelita, desde entonces ya nunca fue la misma. Nunca tendré claro
si en aquella circunstancias pude hacer más de lo que hice. A Isabelita la
seguía viendo tan solo la tarde del Martes Santo cuando ella veía pasar la Candelaria en la calle
Muñoz y Pabón esquina con Cabeza del Rey Don Pedro. Ya no lo veré nunca más. Hace un par de días me llamó la mayor de sus
hijas para decirme que, definitivamente, ya estaba con su querido y añorado
Gumersindo. Ayer asistí a su entierro y noté apesadumbrado que con ella se iba
una parte importante de mi niñez. Isabel
–Isabelita- era la flor más perfumada de un jardín que con el viento otoñal
cada día encuentro más mustio y despoblado. La vida marcando el tiempo de los
tiempos.
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