Las máquinas de coser antiguas. Aquellas Singer, Sigma o Alfa que al pedalearlas nuestras madres,
tías y abuelas nos acompañaban con sus monocordes soniquetes en nuestra
infancia de “pan con aceite y azúcar”. Máquinas de coser que gracias a las mujeres
que cosían y bordaban con ellas se pudo paliar el hambre que omnipresente
planeaba sobre nuestras cabezas (mejor sobre nuestros estómagos). Era lo último que se empeñaba en el Monte de Piedad de la calle San José. Cuando una mujer empeñaba su máquina de coser
era un signo inequívoco de que ya estaba en las últimas. Mujeres que cosían y bordaban incesantemente
sin más pausa que aquella que precisaban para cambiar el carrete de hilo. Máquinas que ahora veo relucientes en tiendas
de antigüedades para utilizarlas en aspectos decorativos. Parece ser que,
dentro del modismo que nos invade, es bastante “chic” tener en tu casa a
efectos de decoración interior objetos antiguos (conozco el caso de uno que se
ha comprado un piano ¡sin teclas! para ponerlo de adorno en su salón). Para la
gente de mi generación las máquinas de coser tienen un componente sentimental
pegado a nuestro ADN de personas
humildes. Las mujeres, nuestras mujeres, se dejaron media vida pedaleando y
cosiendo en estas máquinas proveedoras de “avíos
para el puchero”. Nunca podremos
verlas como simples y meros elementos decorativos sino como algo que era
fundamental para la subsistencia de muchas familias. Son, eran, nuestras
máquinas de coser. Recordarlas es recordar a las que se sentaban frente a
ellas.
Juan Luis Franco – Miércoles Día 11 de Enero del 2017
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