En lo identitario se puede ser muchas cosas. Las señas de identidad de una persona contiene distintos apartados y todos son complementarios. Si eres sevillano por extensión eres andaluz. Por ese mismo camino de prolongación también serás español y europeo (lo de ciudadano del mundo siempre me sonó como un ejercicio de pedantería). Todos tenemos un mágico enclave geográfico donde tu alma y tu cuerpo sintieron que la vida le abrazaba. Un abrazo protector que propicia que tus temores se disipen en el aire. Un lugar en el mundo donde no de forma necesaria tienes que haber nacido para considerarlo tuyo. Una tierra (grande o pequeña) que a pesar de darte quebraderos de cabeza siempre supondrá un refugio donde guarecerse de las lagrimas que caen del Cielo. Allí donde los locos recitan poemas de amor en las noches de luna llena y los cuerdos riegan las flores de plástico de sus ventanas. Un sitio donde los agnósticos rezan y los creyentes siempre andan buscando las llaves del Arca Perdida. Donde se atan tus recuerdos sentimentales a la cariñosa caricia de una madre; el sabio consejo de un abuelo; la necesaria reprimenda de un padre; el secreto compartido con una hermana; una aficion que heredaste de un hermano y el primer beso juvenil dado a los efluvios de la Dama de Noche en un Cine de Verano. Las ciudades crecen y se ennoblecen con la buena gestión de los buenos políticos. Se envilecen y retroceden con los que solo vienen a “llenarse el saco”. En lo espiritual (donde vive el alma de las ciudades) se hacen eternas en las plumas de sus grandes escritores. James Joyce y Dublín; Mario Benedetti y Montevideo; Franz Kafka y Praga; Luis Cernuda y Sevilla; Jorge Luis Borges y Buenos Aires; Fernando Quiñones y Cádiz; Javier Marías y Madrid; Donna Leon y Venecia…… Enormes escritores que nos dejaron su huella profundizando y desentrañando los vericuetos culturales-sentimentales de las ciudades (las suyas). Nos hacen visible aquello que no admite más lectura que la reinante en el alma. Hoy ha desaparecido drásticamente la figura del viajero romántico que ha sido sustituida por la del turista al que le programan cada paso de su viaje. En los bosques de la vida hoy se mira más en un árbol la belleza efímera de sus ramas que la fortaleza de sus raíces. En la toquilla de lana de tu abuela; el tabaco de picadura de tu padre; la moña de jazmines de tu madre; las zapatos de charol que tu hermana estrenó un Domingo de Ramos; la bicicleta Orbea -siempre pinchada- de tu hermano y en el beticismo de tu tío siempre reposarán para siempre tus verdaderas señas de identidad. Lo identitario como una fuente de vida donde poder volver a beber el agua de los recuerdos. Recordar tus orígenes, cuando estos te llenan de alegría, es una forma de recuperar los paraísos perdidos que tienen por epicentro a la niñez y la juventud. Un viejo mapa de España colgado en una desconchada pared en la clase de una vieja escuela. La talega del pan colgada en una alcayata tras una puerta. Una bolita de cristal rodando por el suelo soñando con chocar con la que tiene enfrente. Un nosotros y un nosotras a la hora suprema de defender nuestras señas identitarias. La puerta de una morada sacristía donde al pasarla ya tendrás para siempre a tu tierra por aliada. Un sitio donde si cierras los ojos y extiendes tu mano siempre notarás que la sujeta otra mano amiga. Unas señas de identidad que siempre te atrapan amorosamente y que, como escribió Pablo Neruda, te harán decir: Confieso que he vivido. Una cancela siempre abierta hacia la luz y hacia la vida.
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