lunes, 20 de diciembre de 2010

Soledades compartidas

Nunca las ciudades y pueblos estuvieron más poblados como ahora y, nunca sus habitantes cataron más el sabor amargo de la soledad. Estar solo no consiste en vivir sin más compañía que tu figura reflejada en los espejos. Es más bien un estado anímico provocado por no encontrar ninguna montaña sentimental que se haga eco de tus voces. Conozco casos sangrantes de personas que tienen “overbooking” en sus hogares y se sienten solas. No se les consulta para ninguna cuestión y, lo más triste, tienen la sensación de que sus opiniones ni siquiera son tomadas en consideración (con prioridad -pero no exclusivamente- personas mayores). Para mí la soledad es, en ocasiones puntuales, necesaria para saborear en plenitud el hermoso ejercicio introspectivo de la lectura o la música. Siempre, eso si, con la posibilidad manifiesta y latente de romperla cuando necesite compañía afectiva. La gente confunde estar solo con vivir solo y nada más lejos de la realidad. Todas las grandes aportaciones técnicas, científicas o artísticas de la Humanidad se hicieron desde la solitaria atalaya de la reflexión y el estudio: el ser humano inmerso en definitiva ante la disyuntiva de su transitoria separación de la Tribu.

Los biógrafos de JFK coinciden en que el brillante dirigente de EE.UU. vivió su mandato instalado en la soledad más absoluta. Solamente intercambiaba confidencias íntimas con su hermano Bobby. Tuvo que tomar decisiones fundamentales que no solo afectaban a su país, sino a la estabilidad y al desarrollo de este planeta llamado Tierra y lo hizo desde “la soledad del corredor de fondo”. Fue un niño enfermizo que arrastró toda su vida terribles dolores de espalda (parece ser que debido a un accidente de coche en Harvard en 1938, aunque otras versiones se lo achacan al consumo de los esteroides que tomaba para combatir una colitis crónica) y tuvo además que convivir con una dolorosa úlcera duodenal. Su padre lo “programó” desde niño para dirigir los destinos de la Nación norteamericana, mostrándose inflexible con sus debilidades de niño frágil y enfermo. Como tantos personajes históricos Kennedy tuvo que convivir con el fantasma de la soledad planeando sobre su existencia. Pura contradicción: siempre rodeado de mucha gente y padeciendo el síndrome de Robinsón Crusoe. Solo tenía un hombro donde descansar y una persona amiga donde descargar sus inquietudes: su hermano Bob (eran tan afines en todo que hasta compartían amantes).

Sevilla, que a cada interrogante siempre ofrece una respuesta, dejó siempre muy claro su concepto de la soledad. Su Semana Mayor que es, en definitiva, quien mejor la simboliza en todo su esplendor la termina una Soledad: la de San Lorenzo. Cuando lentamente se cierran las puertas de su Templo, muchos sevillanos notan sobre sus cuerpos el latigazo del escalofrío de la orfandad (todavía llevadera mientras la Trinidad continúe por las calles sevillanas. Pero ya se vislumbrará muy cercano el fin de un nuevo ciclo sentimental). No es casual que sea la Soledad quien nos reciba, a través de su hermoso azulejo, en el Cementerio de San Fernando. Allí se depositan las coronas de las tristes despedidas y lo más importante: la pena y la orfandad de los que acompañan a los ya eternamente solos. Como diría el poeta de la calle Conde de Barajas:

……. ……… ……. ……..

….. que pensé un momento:

¡Dios mío que solo

se quedan los muertos ¡

Solo los creyentes asumen –asumimos- que en la bondad y la misericordia de Dios no tiene cabida la soledad. En la medida que aumenta el número de habitantes de una población, crece también el índice de sus almas solitarias. Solamente en pueblos pequeños es posible todavía que las personas se sientan coparticipes de un proyecto común de convivencia. Soledad no impuesta por las circunstancias, sino buscada y asumida en aras del crecimiento espiritual. La misma que para que sea productiva, debe estar íntimamente ligada al espacio de libertad que todo ser humano necesita (independiente de su estado civil, o de su compromiso social, político o espiritual) para desarrollarse. Dios no creó nunca colectivos: crea personas individuales e intransferibles.

La familia y los amigos son los bienes más preciados que Dios –o la Madre Naturaleza- te proporciona para hacerte más llevadera la aventura de vivir. Pero con nuestro mundo interior solo cabe aplicar la formula existencial que nos enseñó el Poeta del Palacio de las Dueñas:

Converso con el hombre que siempre va conmigo

-quien habla solo espera hablar a Dios un día-;

mi soliloquio es plática con este buen amigo

que me enseño el secreto de la filantropía.


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