“Si cada español hablara de lo que sabe y solo de lo que sabe, se haría un gran silencio nacional que podríamos aprovechar para estudiar” –Manuel Azaña-
Asumo sin complejos una cierta introspección neurótica en mi manera de entender la vida y las cosas. La austeridad (la mayoría de las veces impuesta por las circunstancias), la reflexión y la búsqueda del necesario sosiego forman parte indisoluble de mi personalidad. Los amigos como los amores mejor de uno en uno que en comandita. Me gusta pasear en soledad por el Centro de la Ciudad y sin más compañía que mis gratos recuerdos de niñez y juventud. A lo sumo acompañado de algún amigo que tenga claro que se puede respirar sin emitir ningún sonido. Hoy, y de manera crecientemente alarmante, se confunde el debate constructivo con la polémica más soez (políticos a la cabeza), y el contraste de ideas con las descalificaciones barriobajeras. Nadie escucha e interrumpe sin rubor un comentario emitido por alguien en cualquier contexto. A mí, y en más de una ocasión, se me ha rebatido alguna opinión (fundamentalmente en tertulias flamencas) sin que pudiera siquiera terminarla y, además, dándose la curiosa circunstancia de que a la postre venían a decir lo mismo pero con distintas palabras. Nadie quiere enterarse de que se aprende, fundamentalmente, escuchando las cosas interesantes, y no haciendo alardes oratorios de “grandes” conocimientos. Resulta sorprendente comprobar como en cualquier bar o taberna tres o cuatro personas pueden hablar de manera conjunta. ¿Quien logra saber de esta manera lo que piensan los demás? ¿Cómo puede nadie de esta forma acostarse cada día sabiendo algo más de la vida y las cosas? Imposible, pero que a gustito nos quedamos después de “largar de lo lindo” sobre lo humano y lo divino.
Afortunadamente con los años he conseguido retener un pequeño número de amigos con los que compartir penas, alegrías y experiencias. Tenemos todos una alta valoración de cualquiera de nosotros y eso propicia que desarrollemos la noble condición de oyente. Para mí hablar de política con Santi Pardo; de Jazz y Flamenco con Eduardo Pérez; de Toros con Miguel Ángel Fernández; de Semana Santa con Salva Gavira; de Cine con Pepe Fernández; de Triana con Ángel Vela; de informática con José Antonio Abelaira o de las tradiciones sevillanas con Manolo Henares, es toda una teoria aplicada del mejor aprendizaje. Saben muy bien de lo que hablan y escucharlos representa un impagable testimonio de magisterio compartido. Interrumpirlos en algunas de sus documentadas exposiciones dialécticas me parecería un ejercicio cercano a la herejía.
Por mi peculiar forma de ser siempre me sentí incomodo en fiestas populares como la Feria o el Rocío. Extraño en el Paraíso de lo colectivo y lo lúdicamente hermoso. La Semana Santa la asumo desde el convencimiento de que tiene tantas lecturas como sevillanos integran la Ciudad. La mía es particularmente intimista y cuajada de momentos que me retrotraen a mi niñez, y haciéndome participe por unas horas de la Fe y las tradiciones más nobles de mi Ciudad. Pocos sevillanos habrá que se sientas más incomodo que un servidor en una bulla (aunque esté pasando la Macarena). Necesito cada primavera sevillana sentirme actor –a mi manera- de esta cíclica explosión de tantas cosas bellas que se hacen eternas y efímeras a la vez.
La Candelaria por la Alfalfa con mi hija Alicia entre las filas de nazarenos; el Gran Poder por Molviedro; pisar enfundado en mi túnica de ruán un año más la rampa del Salvador detrás de Pasión, o ver al Cachorro entrar en Sevilla después de cruzar el Puente, cubren con creces mis expectativas semansanteras. Todo enmarañado en mi condición de ave solitaria y ajeno al bullicio que me rodea. Poco más necesito para sentirme vivo y, lo más importante, dichoso de pertenecer a esta Ciudad, donde la vida cobra esos días todo su sentido y esplendor.
Asumo sin complejos una cierta introspección neurótica en mi manera de entender la vida y las cosas. La austeridad (la mayoría de las veces impuesta por las circunstancias), la reflexión y la búsqueda del necesario sosiego forman parte indisoluble de mi personalidad. Los amigos como los amores mejor de uno en uno que en comandita. Me gusta pasear en soledad por el Centro de la Ciudad y sin más compañía que mis gratos recuerdos de niñez y juventud. A lo sumo acompañado de algún amigo que tenga claro que se puede respirar sin emitir ningún sonido. Hoy, y de manera crecientemente alarmante, se confunde el debate constructivo con la polémica más soez (políticos a la cabeza), y el contraste de ideas con las descalificaciones barriobajeras. Nadie escucha e interrumpe sin rubor un comentario emitido por alguien en cualquier contexto. A mí, y en más de una ocasión, se me ha rebatido alguna opinión (fundamentalmente en tertulias flamencas) sin que pudiera siquiera terminarla y, además, dándose la curiosa circunstancia de que a la postre venían a decir lo mismo pero con distintas palabras. Nadie quiere enterarse de que se aprende, fundamentalmente, escuchando las cosas interesantes, y no haciendo alardes oratorios de “grandes” conocimientos. Resulta sorprendente comprobar como en cualquier bar o taberna tres o cuatro personas pueden hablar de manera conjunta. ¿Quien logra saber de esta manera lo que piensan los demás? ¿Cómo puede nadie de esta forma acostarse cada día sabiendo algo más de la vida y las cosas? Imposible, pero que a gustito nos quedamos después de “largar de lo lindo” sobre lo humano y lo divino.
Afortunadamente con los años he conseguido retener un pequeño número de amigos con los que compartir penas, alegrías y experiencias. Tenemos todos una alta valoración de cualquiera de nosotros y eso propicia que desarrollemos la noble condición de oyente. Para mí hablar de política con Santi Pardo; de Jazz y Flamenco con Eduardo Pérez; de Toros con Miguel Ángel Fernández; de Semana Santa con Salva Gavira; de Cine con Pepe Fernández; de Triana con Ángel Vela; de informática con José Antonio Abelaira o de las tradiciones sevillanas con Manolo Henares, es toda una teoria aplicada del mejor aprendizaje. Saben muy bien de lo que hablan y escucharlos representa un impagable testimonio de magisterio compartido. Interrumpirlos en algunas de sus documentadas exposiciones dialécticas me parecería un ejercicio cercano a la herejía.
Por mi peculiar forma de ser siempre me sentí incomodo en fiestas populares como la Feria o el Rocío. Extraño en el Paraíso de lo colectivo y lo lúdicamente hermoso. La Semana Santa la asumo desde el convencimiento de que tiene tantas lecturas como sevillanos integran la Ciudad. La mía es particularmente intimista y cuajada de momentos que me retrotraen a mi niñez, y haciéndome participe por unas horas de la Fe y las tradiciones más nobles de mi Ciudad. Pocos sevillanos habrá que se sientas más incomodo que un servidor en una bulla (aunque esté pasando la Macarena). Necesito cada primavera sevillana sentirme actor –a mi manera- de esta cíclica explosión de tantas cosas bellas que se hacen eternas y efímeras a la vez.
La Candelaria por la Alfalfa con mi hija Alicia entre las filas de nazarenos; el Gran Poder por Molviedro; pisar enfundado en mi túnica de ruán un año más la rampa del Salvador detrás de Pasión, o ver al Cachorro entrar en Sevilla después de cruzar el Puente, cubren con creces mis expectativas semansanteras. Todo enmarañado en mi condición de ave solitaria y ajeno al bullicio que me rodea. Poco más necesito para sentirme vivo y, lo más importante, dichoso de pertenecer a esta Ciudad, donde la vida cobra esos días todo su sentido y esplendor.
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