viernes, 4 de noviembre de 2011

El dulce placer de la tertulia


En mi gozosos y nostálgicos paseos mañaneros por el Casco Antiguo de la Ciudad (el “Centro” como le llamaban los antiguos) los veo desarrollar su fructífera dosis diaria de sana convivencia. Son los veteranos tertulianos de Sevilla que reivindican la amistad sin trampas ni cortapisas. No venden nada ni tampoco compran nada que no les haga falta o interese. No pontifican ni pretenden convencer a nadie a través del, hoy tan en boga, falso auto-convencimiento. Tengo tres tertulias localizadas y/o centralizadas (nunca mejor dicho) en tres sitios claves de la Ciudad: Plaza de la Alfalfa; calle General Polavieja y Plaza de San Lorenzo. La componen gente ya mayor y con un porte impoluto en sus vestimentas. Se sientan en torno a una mesa donde reposan cafés prestos a ser degustados lenta y placenteramente o, ya bien avanzada la mañana, unos catavinos de fino cristal donde el Dios Baco deposita lagrimas de oloroso o manzanilla sanluqueña. Los observo al pasar y envidio como afrontan la vida en sus últimos capítulos. Charlan de manera distendida y rara vez elevan el tono de sus dialogantes sinfonías. Su tema de conversación los configura una especie de misceláneo donde están omnipresentes el Fútbol, los Toros, la Semana Santa, los dimes y diretes de la Ciudad y algún que otro exabrupto “Zapateril”. Llegan puntuales como los toques de corneta de las “Lágrimas de San Pedro” y se marchan envueltos en la dulce y triste despedida del manto de la Soledad de San Lorenzo. Sus encuentros son generadores de un puro ejercicio de sevillanía. Son, en definitiva, sevillanos que lo han visto todo sin que Sevilla nunca los viera a ellos. Suelen pagar “cada uno lo suyo” salvo que en alguna ocasión excepcional uno entienda que “hoy le toca a él pagar lo de todos”. Aprovechan, fundamentalmente, las primeras horas de las mañanas veraniegas; las previas a los mediodías primaverales y, cuando el Otoño calienta sus mañanas con las doradas luces del astro Sol. No viven los bares hacia dentro sino hacia fuera. Se resisten a sustraerse del contexto urbano del que forman parte de pleno derecho. Cuando llueve se refugian en sus guaridas hogareñas viendo la calle con mirada melancólica tras los visillos de las ventanas. Soñando con el próximo encuentro mañanero -siempre que Dios, la Autoridad y el Tiempo lo permitan- para seguir apurando los últimos sorbos de amistad que les proporciona la vida. Vivimos una época donde la acritud se ha apoderado de vidas y haciendas. La gente no habla por los móviles, más bien se pelean sin cortarse lo más mínimo. Todos intentamos que nos escuchen en una Sociedad donde ya nadie escucha a nadie. La televisión “familiar” ha conseguido que en las casas siempre estemos mandándonos a callar unos a otros. El fútbol de papá; los “Programas rosa” de mamá; las series o conciertos juveniles de la “niña” y los “Culebrones” de la abuela. Uno/a mira embelezado/a aquello que le interesa mientras los demás callan esperando su ración catódica. Pero, ¿y el abuelo?; ¿el abuelo?, el abuelo está sentado en la Plaza de la Alfalfa compartiendo velador con tres colegas, y saboreando amistad bajo los dulces efluvios de una copita de “Canasta”.

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