Las lenguas viperinas de mi Barrio decían que cuando nació la matrona le dijo a su madre: “Dolores, has tenido una soltera”. Su padre, un primate que tenía como profesión la de Ordenanza del Ayuntamiento y, de vocación, la de canalla inmisericorde, no se le ocurrió ponerle otro nombre que el de Soledad. Fue la menor, y la única hembra, de una camada compuesta de cuatro hermanos. Era algo mayor que yo y vivía en la calle Lirio (donde tuvo sus orígenes la Sociedad Protectora de Animales, y donde vivió don Diego Martínez Barrios que, como Presidente de la República, intentó en vano frenar los ímpetus guerreros de tantos animales sueltos). La madre de la “Sole” tenía lo que de siempre se ha conocido como una “mala salud de hierro”. Postrada en la cama vio desaparecer a toda una Generación (la suya), mientras su hija, Soledad, atendía padres y hermanos en cuantas faenas domésticas precisaran. Siempre que me la encontraba en la Plaza de las Mercedarias procedente de la Carbonería de la calle Levíes me paraba a hablar con ella. Fundamentalmente por dos razones: por gustarme su compañía (era lo que se conocía entonces por “un guayabo”) y por darle “por culo” al cabrón de su padre. Lo que no supe hasta muy tarde es que sus “coqueteos” con los niños/muchachos de su edad eran severamente reprimidos por el Ordenanza de obediencia palaciega, reciclado en un despótico amo de ordeno y mando hogareño. Invitarla a salir era más complicado que pedirle a un banquero un préstamo con un interés bajo. No tenía tiempo más que para dedicárselo a padres y hermanos. Así pasaron los años hasta que nos llegó la “Desamortización de don Gregorio Cabeza” (que se ganó en vida la Gloria por su comportamiento hacia los más desfavorecidos) y nuestro Barrio (fundamentalmente los “Corralones”) se fueron despoblando lenta pero inexorablemente. Soledad se fue y, a diferencia de la Penélope de Serrat, no se si “anduvo sentada en la Estación, con su bolso de piel marrón, esperando el primer tren y meneando el abanico”. Ya no volví a tener noticias suyas y nunca más tuve la ocasión de volver a verla. Se fue como el humo de los trenes antiguos: perdiendo su negrura al evaporarse mezclada con el aire. Sabía, eso si, su nombre completo, pues una ahijada de mis padres fue compañera suya de “banca” en el Colegio Mesón del Moro (versión niñas). Lamentablemente, hace muy pocos días tuve noticias suyas. Fue debido a mi inveterada y masoquista costumbre de leer las esquelas mortuorias del ABC. Allí figuraba la “Sole” en un postrero adiós a la Ciudad y a la vida. Decía así: (“Rogad a Dios por el alma de la señorita doña Soledad….….. Falleció en Sevilla el día 10 de enero de 2012, a los 67 años de edad…….. Sus hermanos….…., sobrinos…. Y demás….). Así que la “Sole” se había muerto “señorita” (soltera) y posiblemente sin compromiso. Me la imagino en sus últimos años criando sobrinos y teniendo que soportar que algún hermano le recriminara “que salía muy poco”. Vivió –en la parte que la conocí- secuestrada por unas circunstancias que marcan para siempre a las victimas inocentes. Ignoro si fue feliz o si llegó a conocer el amor. Quiera el de San Nicolás que así fuera. No es justo que una vida esté ya secuestrada desde la infancia por las coyunturas familiares. De lo que estoy completamente seguro, es que allí donde vaya la “Sole” –que a no dudar será la Gloria- ya no volverá a coincidir con el “Ordenanza”. Ve con Dios Soledad de soledades. La vida no te dejó ni tan siquiera la posibilidad de Indignarte. ¡Que cosas, Dios mío, que cosas!
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