No confundamos los términos. Un escribiente era aquel que tramitaba papeles
burocráticos (hoy lo hacen los ordenadores). Un escribidor era aquel que
gestionaba con su pluma las carencias educativas de una parte, pobre de
solemnidad, de la población (hoy lo cubre la alfabetización). “La tía Julia y el
escribidor” de Mario Vargas Llosa se nos configura como una de las grandes
novelas latinoamericanas. Nadie debía perder la luz de este mundo sin leerla. Los
escribidores, valga la redundancia, escribían cartas ajenas de amor al amparo de
sus conocimientos ortográficos. Misivas para hijos que prestaban el Servicio
Militar fuera de sus hogares. Unas madres ahítas de preocupación, o enamorados/
as desesperados/as por “llevarse al huerto” a su amada/o, como
principales “clientes” de los escribidores. Entre las intenciones del “encargador” y
las misivas del escribidor siempre existía una clara y notable diferencia. Por
razones obvias, en las zonas más pobres de Sudamérica es donde más proliferaron
los escribidores. La figura del escritor se nos aparece al margen de escribientes y
escribidores. Aunque posiblemente en la figura de los segundos estuviera el
germen de los excelentes escritores sudamericanos. Recuerdo en mi etapa
de “ardores guerreros” en Ceuta como, entre los reclutas, el índice de analfabetos
extremeños y andaluces era demoledor. Participé activamente en una
eficaz “Campaña de alfabetización”, posibilitando que la mayoría de ellos se
licenciaran sabiendo leer y escribir y lo que se conocía entonces como “las cuatro
reglas” (sumar, restar, dividir y multiplicar). Me invade la ternura recordando a
Fermín, un pastor de cabras de Guadix, analfabeto integral y que se marcó como
meta, antes de licenciarse, poder escribirle a su novia una carta de amor con su
puño y letra. El sentido de superación de la existencia humana en su máxima
expresión. El día que lo hizo nos demostró a todos que, con el orgullo por
bandera, no existen metas imposibles. Los escribidores ya forman parte de la
Historia en su vertiente más noble. Cubrieron una época mojando sus plumas de
aves exóticas en los tinteros de los mares de la pena. Llevaron el consuelo de las
misivas de amor a los ausentes temporales. Se hicieron participes de sentimientos
que nacían del corazón de la gente humilde y sencilla. Nunca el ejercicio de leer y
escribir tuvo mayores connotaciones sentimentales. “No se te olvide darle muchos
besos de mi parte y que se cuide mucho”, decían madres enlutadas atrapadas por
el llanto amargo de Andalucía. “Los santos inocentes” del Maestro Miguel Delibes
flotando por el aire como almas errantes. Hoy, las cartas están previamente
marcadas y lo escribidores ni están ni se les espera. Sabemos todos leer pero
solo “ellos”, los poderosos, entienden lo que escriben. Los escribidores de antaño
eran notarios de un tiempo donde los sentimientos se expresaban mojando sus
lágrimas en los folios viajeros. Lo dice un inmortal Cante por Toná: “En el barrio
de Triana / ya no hay pluma ni tintero / pa escribirle yo a mi mare / que hace tres
años que no la veo”.
"...Cubrieron una época mojando sus plumas de aves exóticas en los tinteros de los mares de la pena...."
ResponderEliminarSi supieras la envidia que me dais los que sois capaces de plasmar en letras los sentimientos.
Yo recuerdo de pequeña en Constantina, pueblo de mi madre, que los carteros leían las cartas a las personas que no sabían hacerlo. Y también las caras de ellas, sus expresiones, cómo oían con el corazón.