Esto mismo le decían los fotógrafos callejeros a los niños de mi generación: “Sonríe y mira aquí que va a salir un pajarito”. Inolvidables los dos que había en los Jardines de Murillo junto al monumento a Cristóbal Colón (ahí estoy en la foto adjunta con mis hermanos y mi abuelo Félix). Con aquellos enormes artilugios cuadrados con su faldón trasero y apoyados en un trípode de madera. Siempre con sus impolutos guardapolvos blancos y su Rocinante de cartón piedra. Hoy, las cosas han evolucionado tanto que ya hacen fotos hasta los mecheros. Ver la salida nocturna del Gran Poder se nos antoja misión imposible por los cientos de flashes que se disparan. Creo sinceramente que las fotos que tienen –o debían tener- como finalidad dejar testimonio gráfico de nuestro paso por la tierra se supediten a nuestra época más lozana. A partir de los cuarenta años de edad contra más pasemos desapercibidos –fotográficamente- mucho mejor. La mayoría de las fotos que tengo de mis padres y/o abuelos se me presentan como personas ya muy mayores y heridas en la batalla de la vida por las balas de los años. Recuerdo a mi Abuela Teresa, todavía hermosa, con su róete y su moña de jazmines cuando de la mano me llevaba de niño a ver al Señor de Sevilla. ¿Qué tiene ver con ella esta pobre anciana retratada en una mecedora con la mirada triste y perdida¿ Visualizo a mi madre, guapa y radiante, lavando a mano en el primer patio del Corral de Vecinos cantando coplas por lo bajini. ¿Esta pobre anciana retratada postrada en una silla de ruedas es como debo recordarla? Veo a mi padre cortando tableros con el serrucho mientras canta magistralmente los cantes de Canalejas de Puerto Real. ¿Esta foto de un triste y melancólico anciano que sostiene amorosamente a su gata en su regazo es como tengo que recordarlo? Poseo una foto de mi madre todavía soltera y comprendo que no es por casualidad que las vírgenes sevillanas sean hermosas y eternamente jóvenes. Otra de mi padre cantando en el Cuartel del Carmen en un Festival que se celebró para recoger fondos destinados al “Socorro Rojo”. Así es como quiero recordarlos y que un día me recuerden a mí: jóvenes y a salvo de la decrepitud producida por los años. ¿Qué tengo yo que ver con este hombre de pelo blanqueado y mirada sorprendida que cada mañana se afeita en el espejo de mi cuarto de baño? Vivir consiste en cumplir años y ello lleva implícito, necesariamente, cumplir también achaques. ¿Es imprescindible dejar testimonio gráfico de nuestra decadencia? No lo tengo muy claro y cada día rehuyo la posibilidad de hacerme -que me hagan- fotos. Cuando un día alguien trate de recordarte que mejor que ofrecerle gráficamente nuestra mejor versión. Algunas veces, y en un ejercicio de crueldad a todas luces innecesario, me llegan fotos actuales de estrellas del celuloide que, en su día, causaron admiración universal por su extrema belleza. Para mi la inmortal siempre será la Kim Novak de “Picnic” y no esa anciana de carnes flácidas y mórbidas que impune y canallescamente pasean por la Red. Solo se libran de la decadencia aquellos que lamentablemente caen en la batalla antes de tiempo. Nunca debemos aceptar muerte como animal de compañía. La vida es tan bella que merece la pena vivirla hasta el último aliento pero, eso si, a ser posible con luces (de amaneceres) pero sin fotógrafos.
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