Fue el pasado jueves día doce de septiembre. Justo un día después de
que medía Cataluña decidiera separarse de este maltratado y amado país al que
han terminado llamando “marca España”. Acabábamos de rendirle pleitesía al Señor
de la Pasión
cuando Santi Pardo se percató que había una paloma muerta en la cripta
funeraria de la Casa
de los Pineda. La misma que está ubicada en el Patio de los Naranjos de la Iglesia del Divino
Salvador. Yacía inerte con su pico apoyado en el suelo y la cabeza en dirección
a la calle Córdoba. Su buche era negro y sus alas tan grises como los tiempos
que nos han tocado vivir. Pocas cosas existen tan solemnes en la derrota como
una paloma muerta en el suelo. Buscó refugio para morir en la antesala de una
cripta funeraria con reminiscencias a tiempos perdidos en los anales de la Ciudad. Allí, en ese patio,
cada tarde de Jueves Santo me reencuentro con lo mejor que anida en mi interior
embozado en una tunica de negro ruán. La paloma inerte era un símbolo
incuestionable de que todo vuelo termina cuando tomamos (o nos toma) la tierra.
Contemplando a la paloma muerta los allí presentes reflexionamos sobre las
paradojas que encierra el final de cada uno. El barroco hace bella la muerte
para hacerla soportable. Poco más que añadir ante hechos en teoría banales pero
que nos redimen como seres humanos. A través de una ventana veíamos la espalda
curvada por el dolor del Señor de Pasión. Por medio de una reja una paloma se
rendía a la libertad de su vuelo y al rumor cantarín del agua de la fuente. Todo
quedaba meridianamente claro en esa mañana luminosa de este caluroso
septiembre. Volar, dulce volar, por los
mares de los sueños siempre fue –y es- una noble aspiración de las almas sensibles. La paloma se quedó inerte en una cripta
funeraria para no romper el orden natural de las cosas perfectamente
ensambladas. No hay vuelo que dure cien cielos ni alas que lo resista.
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