domingo, 15 de septiembre de 2013

La vida atrapada





Un día que venía con mi padre de buscar unas herramientas en el “Mercadillo del Jueves” se paró, como tantas veces, a hablar con él. En Sevilla existían las personas gruesas; luego estaban los “gordos” y como síntesis de todo estaba el “Gordo de la calle Lirio”.  Vivía en una vivienda de planta baja y dado que siempre tenía la puerta abierta de par en par formaba parte del entorno de la calle. Debía rondar los 160 kilos en canal y su capacidad de movimientos quedaba reducida a su minima expresión. Toda su vida había trabajado de tonelero. Era una especie de voluminoso patriarca urbano sentado en un gran butacón. Siempre con su inevitable puro en la boca y su inseparable vaso de vino en la mano. Un Orson Wells aflamencado en clave de judería sevillana. En su tocadiscos se escuchaba Cante Flamenco todas las horas del día (fundamentalmente los cantes de su ídolo “El Niño de Marchena”). Atendido con mimo por su esposa: una mujer bellísima al sevillano modo que decían las lenguas viperinas del Barrio que había ejercido la prostitución en su juventud. Siempre radiante con su roete rematado con su moña de jazmines y unos delantales tan blancos como la pureza que algunos cabrones le negaban.  Bético profundo de partidos radiados y padre de dos hijos varones que tan solo heredaron del “Gordo” su aspecto voluminoso.  Mi padre y él se profesaban un profundo aprecio y compartían sentimientos flamencos. A mí me decía Rafalillo aún sabiendo de sobra que me llamaba Juan Luis (pero dado que el nombre de Rafael es el nombre de varón más bonito que existe no me hubiera importado llamarme así). Como digo, mi padre se paró a hablar con él y lo encontró algo pensativo. Al preguntarle el motivo de su melancolía nos hizo la siguiente reflexión: “Es que llevo toda la mañana pensando como me gustaría morirme. Te lo voy a explicar Rafael: sería un día soleado de otoño en una playa desierta. Sentado en mi butacón fumándome un puro y con una copa de manzanilla en la mano. Mirando placidamente el lejano horizonte. Mi mujer sentada a mi lado haciendo punto tranquilamente. Los niños en “Casa Marciano” comprando dos kilos de carne membrillo. Por los altavoces de la playa sonando una “Colombiana” de Pepe Marchena. Cuando en el horizonte el sol se fuera apagando se transformaría en un enorme escudo del Betis. Me entraría una especie de dulce sopor y a otra cosa mariposa”. Mi padre no dejaba de reírse cuando nos encaminábamos al hogar, dulce y estrecho hogar. “El Gordo” fue inmensamente feliz mientras vivió y fue capaz hasta de soñar la muerte deseada. Un día, como todos nosotros, abandonó el Barrio y nunca más supimos de su oronda persona. Nunca averiguamos donde se fue y como lo trasladaron. Atrapó la vida sin permitir que esta lo terminara atrapando a él.  Lo imagino en el Cielo sentado en una amplia y vaporosa nube fumándose un puro; tomándose su copita de manzanilla; escuchando cantar a don José Tejada Martín y preguntándole a todo el que pasara por su lado como había quedao el Betis.

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