Un día que venía con mi padre de buscar unas herramientas en el
“Mercadillo del Jueves” se paró, como tantas veces, a hablar con él. En Sevilla
existían las personas gruesas; luego estaban los “gordos” y como síntesis de todo
estaba el “Gordo de la calle Lirio”.
Vivía en una vivienda de planta baja y dado que siempre tenía la puerta
abierta de par en par formaba parte del entorno de la calle. Debía rondar los
160 kilos en canal y su capacidad de movimientos quedaba reducida a su minima
expresión. Toda su vida había trabajado de tonelero. Era una especie de
voluminoso patriarca urbano sentado en un gran butacón. Siempre con su
inevitable puro en la boca y su inseparable vaso de vino en la mano. Un Orson
Wells aflamencado en clave de judería sevillana. En su tocadiscos se escuchaba
Cante Flamenco todas las horas del día (fundamentalmente los cantes de su ídolo
“El Niño de Marchena”). Atendido con mimo por su esposa: una mujer bellísima al
sevillano modo que decían las lenguas viperinas del Barrio que había ejercido
la prostitución en su juventud. Siempre radiante con su roete rematado con su
moña de jazmines y unos delantales tan blancos como la pureza que algunos
cabrones le negaban. Bético profundo de
partidos radiados y padre de dos hijos varones que tan solo heredaron del
“Gordo” su aspecto voluminoso. Mi padre
y él se profesaban un profundo aprecio y compartían sentimientos flamencos. A
mí me decía Rafalillo aún sabiendo de sobra que me llamaba Juan Luis (pero dado
que el nombre de Rafael es el nombre de varón más bonito que existe no me
hubiera importado llamarme así). Como digo, mi padre se paró a hablar con él y
lo encontró algo pensativo. Al preguntarle el motivo de su melancolía nos hizo
la siguiente reflexión: “Es que llevo toda la mañana pensando como me gustaría
morirme. Te lo voy a explicar Rafael: sería un día soleado de otoño en una
playa desierta. Sentado en mi butacón fumándome un puro y con una copa de
manzanilla en la mano. Mirando placidamente el lejano horizonte. Mi mujer
sentada a mi lado haciendo punto tranquilamente. Los niños en “Casa Marciano”
comprando dos kilos de carne membrillo. Por los altavoces de la playa sonando
una “Colombiana” de Pepe Marchena. Cuando en el horizonte el sol se fuera
apagando se transformaría en un enorme escudo del Betis. Me entraría una
especie de dulce sopor y a otra cosa mariposa”. Mi padre no dejaba de reírse
cuando nos encaminábamos al hogar, dulce y estrecho hogar. “El Gordo” fue
inmensamente feliz mientras vivió y fue capaz hasta de soñar la muerte deseada.
Un día, como todos nosotros, abandonó el Barrio y nunca más supimos de su
oronda persona. Nunca averiguamos donde se fue y como lo trasladaron. Atrapó la
vida sin permitir que esta lo terminara atrapando a él. Lo imagino en el Cielo sentado en una amplia y
vaporosa nube fumándose un puro; tomándose su copita de manzanilla; escuchando
cantar a don José Tejada Martín y preguntándole a todo el que pasara por su
lado como había quedao el Betis.
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