A los hombres que mueren por sus
ideas
siendo incapaces de matar por
ellas.
La memoria de cuando en cuando proyecta sobre nuestras vidas fogonazos
de recuerdos que se nos representan imperecederos. Situaciones vividas y que
debido a la inocencia de la niñez fueron tardíamente interpretadas. Yo debía
rondar los diez años de edad y recuerdo que sujetaba fuertemente por una punta
un tablón que mi padre cortaba con un serrucho.
Vivíamos justo en la vivienda del “Corral de vecinos” más cercana a la
calle y cualquiera que llegase preguntando por alguien se dirigía siempre a nosotros.
Era una calurosa tarde de junio cuando se presentaron dos hombres con trajes
oscuros y con los semblantes rigurosamente serios. Llamó mi atención sus
indumentarias, poco acorde con los calores de aquella tarde. Sin saludarnos
siquiera se dirigieron a mi padre en un tono entre seco y autoritario. ¿Nos puede
decir donde vive Federico “el Ebanista”?, dijeron. Mi padre dudó un momento y en mi inocencia les
respondí raudo que en el corredor alto del tercer patio. Incluso me ofrecí a
acompañarlos. Me respondieron que no hacia falta y se encaminaron emparejados
como dos buitres en busca de su presa. Pocos minutos más tarde regresaron con
Federico y este traía sus manos atadas con unos grilletes. Mi padre levantó un
momento la cabeza sin dejar de serrar la madera y cruzó una solidaria mirada
con un Federico de aspecto tremendamente desolado. Eran de la misma edad y
amigos entrañables desde hacía muchos años. Mi madre me hizo soltar el tablero
y tomando mi hombro me metió presurosa en el cuarto. Cuando le pregunté donde
se llevaban a Federico, me dijo conteniendo a duras penas las lágrimas: “No lo
sabemos”. Insistí preguntando el motivo de que se lo llevaran esposado y me
contestó algo que hasta años después no logré descifrar: “Por ser un hombre de
ideas”. A los pocos días Dolorcita, la
mujer de Federico, cogío a su hija y se fueron a vivir a casa de su madre al
Barrio de San Bernardo. Tardé muchísimo tiempo en volver a verlas. Con los años
pude enterarme de que Federico era miembro del PCE y estaba intentando con unos
pocos reorganizar el Partido en Sevilla. Sin tener delitos de sangre los
tribunales franquistas lo condenaron a veinticinco años de cárcel de los que
cumplió ¡veinte! en el Penal del Puerto de Santa María. El motivo que alegaron
los jueces para condenarlo fue el de “asociación ilícita” y “propaganda
ilegal”. Un día del mes de febrero de 1980 con la Democracia ya
instaurada en España mi padre, que nunca perdió el contacto con él, me llevó a
verlo. Vivía en un piso de la
Barriada de Pío XII con su mujer. Llevaba años atado de por
vida a una bombona de oxigeno (secuela de los duros años de presidio). Su hija
era directora de un Instituto en Alcorcón. Tenía tres nietos y su triste y
cansada mirada llevaba implícita las penalidades pasadas y la falta de rencor.
Le dije que el día de su detención y su salida a la calle esposado no lo había
podido olvidar nunca. Cuando lo introdujeron en un SEAT-1500 que lo esperaba en
la placita de San Nicolás dice que uno de los policías le dijo: “Que sepamos
los tres que ese niño de la forma en que nos ha mirado nunca olvidará este
momento”. Tenía razón dentro de lo irracional de su comportamiento.
Tiempos de extrema dureza donde los niños nos dormíamos cada día con
muchas preguntas y muy pocas respuestas. Hasta en los arcos iris de la época
predominaban los tonos grises.
Federico falleció un frío día del mes de diciembre de 1990. Asistí a su
entierro en representación de mi padre que ya estaba definitivamente postrado
en un butacón. Ningún “camarada” del Partido asistió a su funeral y allí solo
estábamos su hija, su yerno, una nieta, antiguos vecinos del “Corral”, gente de
Pío XII, compañeros de profesión y el eterno recuerdo de un niño de diez años. Dábamos
el último adiós a una excelente persona (aunque yo sabía en mi fuero interno
que también estábamos enterrando a “un hombre de ideas”).
Dale al viento una ramita de olivo para que la bambolee y la memoria
sentimental hará el resto. Aquel infausto día le estaban quitando, por el mismo
precio, la libertad a un buen hombre y la inocencia a un niño.
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