Dice Antonio Muñoz Molina que “el espejo del alma es la voz”. Rigurosamente cierto. Tengo, afortunadamente y gracias a Dios y a
los genes, una memoria fotográfica. Recuerdo con total exactitud las voces de
las personas que quise y me quisieron. Cuando veo a alguna de ellas en una foto
antiguo lo primero que se me viene a la memoria es el tono de su voz. Incluso
la de mi abuela Teresa que falleció cuando yo tenía diecisiete años de edad la
recuerdo con absoluta nitidez. Voces que te aconsejaban, te reñían, te
recriminaban o que, fundamentalmente, te mostraban su afecto a través de la
dulzura. Unas veces recias y varoniles y
otras melosas y femeninas. Voces del alma atrapadas amorosamente entre las
enredaderas de la memoria. Leer consiste
en susurrar lo que otros te van contando. Escribir es contar cosas en voz baja
con la esperanza de que otros las repitan para sus adentros. El ser humano
siempre, absolutamente siempre, quiere y necesita que lo escuchen. Voces y
ecos; ecos y voces. Siempre me gustaron las buenas películas en sus versiones
originales y subtituladas. Un actor es prioritariamente lo que su voz
determina. Actores de la antigua radio y actores de doblaje que no necesitaban
proporcionarnos su físico para demostrarnos su talento interpretativo. Bastaba
con poner la voz para que fuera atrapada por las almas sensibles. Estoy
convencido de que las voces, nuestras voces más queridas, siempre permanecerán
con nosotros hasta el final de nuestros días. Habla el viento silbando entre los
olivos en las noches invernales. Lo hace el mar cuando las olas se encrespan o
cuando, en las noches de verano, duermen placidamente en sus orillas. Habla la lluvia cuando cae lentamente en
otoño sobre los patios sevillanos. Lo hacen las velas con su lento crepitar en
las capillas de rezos compartidos. Habla
Dios; habla la Naturaleza
y habla el Hombre. Las voces y los ecos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario