La figura del calumniador más que algo específico de nuestro amado y
maltratado país puede que sea algo inherente a la condición humana. Son, en definitiva, los francotiradores de la
envidia y la perversión que disparan desde la cobarde trinchera del anonimato.
Tiran a matar sobre la credibilidad y la honradez de las personas (famosas o
no) y se retiran con sus sonrisas de hiena a sus infectas madrigueras. Cuando
la critica es constructiva se diferencia de la calumnia en que la primera se
hace con nombre y apellidos y buscando el noble armazón de la dialéctica; la
segunda solo tiene como finalidad destruir a través de la ignominia. Recuerdo, en el pasado mes de enero, un
comentario sibilino realizado (más bien perpetrado) desde el anonimato en el,
más que recomendable, Blog del impagable Antonio Muñoz Molina. En el mismo se
acusaba al escritor de Úbeda de habérselo llevado “calentito” a su paso por la
dirección del Instituto Cervantes de Nueva York. Aparte, claro está, de acusarlo
de interesada complicidad con el “Zapaterismo”. El discurso del anónimo estaba
muy bien construido gramaticalmente con lo que podíamos deducir que estábamos
ante un venenoso ilustrado. Cuando se
hacen acusaciones tan severas o se hacen a pecho descubierto o, las mismas,
quedan inutilizadas por su oscura autoría. La respuesta de Antonio Muñoz
Molina, concisa y despreciativa, puso a cada uno en su sitio. Gracias a Dios y
a mis cortas capacidades nunca he rozado siquiera eso que se llama el dulce
cautiverio de la fama. Debe, de todas formas, resultar cansino y engorroso
andar todo el día defendiéndose del fantasma de la calumnia. ¿Contra que o contra quien te defiendes
cuando desconoces el autor de la “critica”?
Despreciarlos en toda su extensión es la única fórmula que considero
conveniente. Los calumniadores pueblan la Tierra desde sus orígenes más primitivos y
seguirán haciéndolo por los siglos de los siglos. Son como esas serpientes que, de vez en
cuando, necesitan verter su veneno para poder subsistir. Despreciarlos por lo que representan de
perversos debe –o debía- ser nuestra única respuesta.
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