La niñez se me representa cada día como una época posiblemente
idealizada pero imprescindible para entender nuestro posterior desarrollo. Muchos niños de mi generación teníamos a la
calle como nuestro principal aliado y también, a que negarlo, como nuestro mayor
enemigo. Lo que en mi caso no me ofrece ninguna duda es que, a pesar de las grandes
carencias de la época, fui un niño enormemente feliz. La vida que me mostraba la calle me resultaba
el paradigma de la libertad y mi sentido innato de la responsabilidad (no meterse
innecesariamente en “algunos charcos”; procurando no traspasar las delgadas
líneas rojas que separan las aficiones de los vicios) me venía impresa en los
genes. Nunca hice nada de los que mis mayores tuvieran que avergonzarse y eso,
con las posibilidades que te ofrecía la calle, no era poca cosa. Recuerdo una
anécdota de mi infancia que me marcó y que, paradojas de la vida, hasta hace
bien poco no he podido terminar de resolver. Había en mi calle un muchacho algo
mayor que nosotros que era un ave solitaria. Introvertido, tímido, solitario y
poco dado a las relaciones sociales se nos presentaba como el “tontorrón” de la
calle. Vivía su soledad soportando las burlas y mofas de una plebe infantil que
uníamos armoniosamente travesuras y perversidad. Nuestro “amigo” se “echó” una
novia de sus mismas características. Es decir: acorde con su manera de sentir y
pensar en solitario. “Pelaban la pava”
por las tardes sentados en la puerta del Laboratorio Municipal (hoy una de las
muchas sedes que tiene la Consejería
de Cultura de la Junta
por esta zona de la Ciudad. Una
Cultura plasmada en los organigramas y ninguneada a los que más la
necesitan). Nosotros nos escondíamos
detrás de los pocos coches por allí aparcados y les lanzábamos globos llenos de
agua a los “Amantes de las Mercedarias”. Aguantaban estoicos aquella avalancha
de agua sin quejarse ni hacer ningún tipo de aspaviento. Aquello me producía
una cierta desazón aunque, en honor a la verdad, debo decir que yo era de los
menos activos. Hace algo menos de un año coincidí con este hombre en la cola de
la taquilla del Teatro Lope Vega. Me dí
a conocer y, curiosamente, se acordaba perfectamente de mí. Le pedí, después de
muchos años, disculpas por el trato tan infame que, de niños, le dábamos. Me
respondió que él lo tenía asumido (¿).
Elena, su novia de entonces y hoy madre de sus cuatros hijos y abuela de
sus cinco nietos le decía: “No les hagas caso….ya se cansarán”. ¡Que cosas, Dios mío, que cosas!
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