Desde los trece a los veinte años de edad trabajé en la sevillana calle
San Luis. Cerca, muy cerca, de la calle Padilla donde nació el gran cantaor
Manuel Vallejo. Me gustaba una enormidad aquella zona de Sevilla y dado que a
esas edades las buenas experiencias son eternas siempre la llevaré en mi
corazón. Por allí tuve a mis primeras novietas y, por asiduidad y afecto, me
convertí en un miembro más de aquella parte de la Ciudad. Era uno más de la tribu
juvenil de San Marcos. Tenía un jefe, Manuel Alonso Hidalgo, que era como un
padre para mí y que me marcó con su gran estilo y su peculiar manera de encarar
la vida y sus circunstancias. Luego disfruté de unos compañeros excelentes y
dado que yo era el más joven de la
Oficina siempre me trataron con un gran afecto y
consideración. Después estaba Ella: la Esperanza Macarena.
Al salir cada tarde de trabajar me iba a
verla con un compañero que era vecino de la calle Duque Cornejo. Este buen amigo que era muy devoto de la Esperanza me enseñó a
mirarla a través de los ojos de la fe. Nos poníamos delante de Ella y en voz baja,
casi susurrando, nos poníamos a dilucidar que perfil tenía más bonito. Imposible
tarea pues la Macarena
es capaz de parar el aire con su belleza. A pesar de los años transcurridos
recuerdos aquella época de mi vida con la ilusión de los paraísos plenamente
disfrutados. La Esperanza
me atrapó de por vida y cada mañana cuando paso en el autobús por la puerta de
su Basílica sueño con su cara. Quien le antepuso a su nombre Macarena el de
Esperanza lo bordó (en hilos de oro de Rodríguez Ojeda). Nadie ni nada puede
representar mejor las ilusiones sevillanas que la Esperanza Macarena.
Ella siempre es un refugio donde poder dormir acurrucado cuando el miedo –los
miedos- de la tormenta y la tragedia cubren nuestra existencia. Ella es el
rostro sublime de una Ciudad que la sueña y la adora a partes iguales. No deja
indiferente a nadie incluyendo a los sevillanos más descreídos. Ayer, después de muchos años, me encontré en
la calle a la hermana de mi amigo y compañero de Duque Cornejo y me dijo que ya
no estaba entre nosotros. No sabían siquiera si yo vivía en Sevilla o
simplemente si todavía vivía. Dice que
antes de morir pidió que al incinerarlo pusieran en sus manos una estampa de la Esperanza. Son
de esos días que la emoción te puede y que
nos aclaran con rotundidad que Ella será siempre el faro que guíe a los
sevillanos. Esperanza, por siempre Esperanza Macarena. La Esperanza de Sevilla.
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