Recuerdo que la “vivienda” que teníamos en la calle Conde de Ybarra
(vulgo Condibarra) donde pasé mi infancia y juventud tenía una amplia ventana
que daba a la calle. En ella se sentaba mi madre y hasta que mi hermano o yo no
llegábamos (independiente de la hora que fuese) no se acostaba. Decía, a pesar
de que tratábamos de convencerla de lo contrario, de que mientras sus hijos no
estuvieran bajo su techo ella no se acostaba tranquila. Nosotros sabíamos que
cuando llegásemos ella estaría, más que en plan inquisitorial, alerta y acorde
con el cariño protector y fraterno que
mostraba hacia sus hijos. Si era verano tenía la ventana abierta mientras veía
pasar las horas y los rayos de luna proyectados en la fachada de la Casa de los Ybarra. En invierno se cubría con una manta con la
esperanza de que no volviéramos muy tarde. Nunca nos preguntaba nada y siempre
tenía preparada algo de comida por si traíamos ganas de hincarle el diente a
algo sólido. Curiosamente cuando demolieron el “Corral de Vecinos” dejaron la
ventana de la calle tal cual. Paso por
allí con frecuencia y al contemplar la enorme ventana no puedo –ni quiero-
evitar acordarme de mi madre. Formaba parte de una generación de mujeres que lo
dieron todo por sus hijos y que tuvieron que pelear el día a día de una manera
absolutamente heroica. Aquella ventana se me representa como un vínculo
protector que nada ni nadie podrá nunca romper. Son las ventanas del alma que
nos abren nuestro espacio sentimental más noble. Una mujer sentada discreta y
pacientemente en su ventana esperando la llegada de sus hijos. Al final es
verdad que la vida es una eterna espera. Siempre estamos esperando algo con la
esperanza de que tarde o temprano termine por llegarnos. Solo que unas veces esperamos nosotros y otras
somos nosotros los esperados. La ventana discreta como paradigma del paso del
tiempo.
Hasta que yo no volvía
ResponderEliminarno se acostaba mi madre;
ahora, infeliz de la vía,
borracho llego de noche
y a mi no me espera nadie.