lunes, 10 de noviembre de 2014

Poesía en el Alcázar sevillano





Una de las mayores satisfacciones que me produce el mes de agosto sevillano son las frecuentes visitas mañaneras al Alcázar. Se me argumentará que este recinto se puede visitar –y es igual de hermoso- todos los días del año. Es verdad,  y además lo visito con frecuencia,  pero me gusta especialmente en el mes de agosto.  Sevilla esta media vacía (por la Crisis cada vez menos) y la mayor afluencia de visitantes esos días a este mágico espacio son prioritariamente gente foránea.  Me gusta observarlas y, la verdad, resulta admirable la atención que le dispensan a los guías y los destellos que desprenden sus ojos ante tanta belleza.  Los niños no se despegan de sus padres y están siempre atentos a seguir disciplinadamente las consignas que reciben de los mismos. Seguro que esta visita las recordarán el resto de sus días.  Suelo llegar sobre las diez de la mañana y salgo de tan inigualable recinto no antes de la una de la tarde.  Me gusta sentarme avanzada la mañana en los aledaños del Jardín del Marqués de la Vega Inclán y leer pausadamente algún libro (preferentemente de poesía).  A esa hora ya han regado los jardines y el olor que desprenden las plantas, la yerba y la tierra mojada es verdaderamente sublime.  Recuerdo una mañana del mes de agosto haber sido participe de una escena sentimental de las que te dejan huella.  En un banco muy cerca de donde yo estaba se encontraba una pareja que, a buen seguro, sobrepasaban cada uno los ochenta años de edad. Iban vestidos de manera impoluta reflejo de una época donde la gente a ciertas edades se vestía y no se disfrazaba.  Él con una cubana celeste con un pañuelo azulado en su bolsillo superior. Pantalón azul con la raya perfectamente diseñada por una buena plancha. Unos zapatos castellanos relucientes en color burdeos remataban su egregia figura.  Ella con un vestido azul de lunares blancos. A la cintura un fino cinturón de cuero blanco. Unas sandalias que me dieron la impresión de hacer juego con el cinturón.  En la mano derecha un abanico rojo que de vez en cuando abría y se abanicaba con la destreza del vuelo del colibrí.  Él todavía con abundante pelo blanqueado por los años. Ella con una media melena teñida en negro signo inequívoco de una hermosa cabellera del ayer.  Hablaban de manera cómplice y sosegada agarrándose de las manos para que estas fueran notarios imperecederos del momento.  Cuando ella se dirigía a él se le acercaba algo más de lo normal como síntoma evidente de que este hombre padecía algún problema de audición.  Hasta en tres ocasiones se intercambiaron besos en las mejillas y él, en un gesto de sumo cariño,  le cogió las dos manos y se las besó.   Me vine un poco antes que ellos se levantaran pues se merecían vivir aquel mágico momento de epílogos sentimentales sin ningún curioso en las inmediaciones. Me salvaron sentimentalmente el día pues estas cosas sacan a pasear el romántico que anida en mi interior. ¿Quiénes eran¿ ¿Visitaban el Alcázar con frecuencia? ¿Celebraban algo fuera de lo normal?  El Real Alcázar sevillano es pura poesía tanto por lo que enseña como por las bellas historias que siempre han ocurrido –y ocurren- en su interior.  ¿Poesía?...poesía eran ellos dos.

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