Una de las mayores satisfacciones que me produce el mes de agosto
sevillano son las frecuentes visitas mañaneras al Alcázar. Se me argumentará
que este recinto se puede visitar –y es igual de hermoso- todos los días del
año. Es verdad, y además lo visito con
frecuencia, pero me gusta especialmente
en el mes de agosto. Sevilla esta media
vacía (por la Crisis
cada vez menos) y la mayor afluencia de visitantes esos días a este mágico
espacio son prioritariamente gente foránea.
Me gusta observarlas y, la verdad, resulta admirable la atención que le
dispensan a los guías y los destellos que desprenden sus ojos ante tanta
belleza. Los niños no se despegan de sus
padres y están siempre atentos a seguir disciplinadamente las consignas que reciben
de los mismos. Seguro que esta visita las recordarán el resto de sus días. Suelo llegar sobre las diez de la mañana y
salgo de tan inigualable recinto no antes de la una de la tarde. Me gusta sentarme avanzada la mañana en los
aledaños del Jardín del Marqués de la Vega
Inclán y leer pausadamente algún libro (preferentemente de
poesía). A esa hora ya han regado los
jardines y el olor que desprenden las plantas, la yerba y la tierra mojada es
verdaderamente sublime. Recuerdo una
mañana del mes de agosto haber sido participe de una escena sentimental de las
que te dejan huella. En un banco muy
cerca de donde yo estaba se encontraba una pareja que, a buen seguro,
sobrepasaban cada uno los ochenta años de edad. Iban vestidos de manera
impoluta reflejo de una época donde la gente a ciertas edades se vestía y no se
disfrazaba. Él con una cubana celeste
con un pañuelo azulado en su bolsillo superior. Pantalón azul con la raya
perfectamente diseñada por una buena plancha. Unos zapatos castellanos
relucientes en color burdeos remataban su egregia figura. Ella con un vestido azul de lunares blancos.
A la cintura un fino cinturón de cuero blanco. Unas sandalias que me dieron la
impresión de hacer juego con el cinturón.
En la mano derecha un abanico rojo que de vez en cuando abría y se
abanicaba con la destreza del vuelo del colibrí. Él todavía con abundante pelo blanqueado por
los años. Ella con una media melena teñida en negro signo inequívoco de una
hermosa cabellera del ayer. Hablaban de
manera cómplice y sosegada agarrándose de las manos para que estas fueran
notarios imperecederos del momento.
Cuando ella se dirigía a él se le acercaba algo más de lo normal como síntoma
evidente de que este hombre padecía algún problema de audición. Hasta en tres ocasiones se intercambiaron
besos en las mejillas y él, en un gesto de sumo cariño, le cogió las dos manos y se las besó. Me vine
un poco antes que ellos se levantaran pues se merecían vivir aquel mágico momento
de epílogos sentimentales sin ningún curioso en las inmediaciones. Me salvaron
sentimentalmente el día pues estas cosas sacan a pasear el romántico que anida
en mi interior. ¿Quiénes eran¿ ¿Visitaban el Alcázar con frecuencia?
¿Celebraban algo fuera de lo normal? El
Real Alcázar sevillano es pura poesía tanto por lo que enseña como por las
bellas historias que siempre han ocurrido –y ocurren- en su interior. ¿Poesía?...poesía eran ellos dos.
lunes, 10 de noviembre de 2014
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