domingo, 15 de marzo de 2015

Rituales




 

Exceptuando los fines de semana cada día lo empiezo dándole los “Buenos días” al Gran Timonel de la Ciudad.  Suelo llegar sobre las diez o diez y cuarto poco antes de que empiece la misa de las diez y media. A esa hora suele haber como mucho una veintena de personas y, curiosamente, la gran mayoría son hombres. En la puerta pide una rumana educadísima, de mediana edad, con gafas de pasta y una bicicleta apostada en un rincón. En una silla de tijeras tiene depositado un cartel de cartón que nos revela como terminan las crueles guerras: con un padre muerto; una madre pidiendo y unos niños llorando. Siempre procuro darle alguna monedilla y entiendo que entre nosotros, después de tanto tiempo, existe ya un cierto vínculo de respeto y afecto. El Hijo de Dios está siempre dentro; ella está siempre fuera y yo entro y salgo cada mañana. A esa hora solemos coincidir cada mañana algunas personas y en muy pocas ocasiones nos cruzamos un leve saludo. El respeto y el silencio que nacen de la reflexión y la oración susurrada son absolutos. Son esos rituales que le dan sentido a casi todas las cosas que nacen y crecen enredadas en los laberintos de la espiritualidad. Cada día de la semana se me representa diferente y creo percibir que el Señor se nos muestra distinto (pero nunca indiferente) cada día. Los lunes se me ofrecen como los más acogedores y los viernes, por decir algo, como los más molestos por bulliciosos. Cuando desemboco en la Plaza de San Lorenzo procedente de la calle Conde de Barajas noto una sensación parecida al navegante que llega feliz al puerto soñado. Una calle llamada Cantabria y un bar llamado “El Sardinero” son allí fieles testimonios de lo que representaron los cántabros en la Toma de Sevilla por el Rey San Fernando. Estamos, a que dudarlo, en el corazón espiritual y sentimental de una Ciudad que se hace eterna en sus nobles rituales.  A la Basílica del Gran Poder entran personas con una movilidad casi nula pero no les importa. Alguien les empuja su carrito para que no se pare el carro de su fe. Las veo rezarle –mejor hablarle- al Señor de Sevilla y en sus ojos gastados por la vida brilla ilusionada una tenue luz fiel reflejo de que, con Él, nada estará nunca perdido del todo. Son los rituales que heredamos de nuestras abuelas y madres y que soñamos que un día sean recogidos por nuestros hijos y nietos. Vivimos casi de prestado y son nuestras tradiciones y rituales los que al final dan sentido testimonio a casi todas las cosas. Vivir, más que para ver, para contemplar, pensar y actuar. Allá por San Lorenzo tomaron fondo y forma los rituales sevillanos.

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