Exceptuando los fines de semana cada día lo empiezo dándole los “Buenos
días” al Gran Timonel de la Ciudad. Suelo llegar sobre las diez
o diez y cuarto poco antes de que empiece la misa de las diez y media. A esa
hora suele haber como mucho una veintena de personas y, curiosamente, la gran
mayoría son hombres. En la puerta pide una rumana educadísima, de mediana edad,
con gafas de pasta y una bicicleta apostada en un rincón. En una silla de
tijeras tiene depositado un cartel de cartón que nos revela como terminan las
crueles guerras: con un padre muerto; una madre pidiendo y unos niños llorando.
Siempre procuro darle alguna monedilla y entiendo que entre nosotros, después
de tanto tiempo, existe ya un cierto vínculo de respeto y afecto. El Hijo de
Dios está siempre dentro; ella está siempre fuera y yo entro y salgo cada
mañana. A esa hora solemos coincidir cada mañana algunas personas y en muy
pocas ocasiones nos cruzamos un leve saludo. El respeto y el silencio que nacen
de la reflexión y la oración susurrada son absolutos. Son esos rituales que le
dan sentido a casi todas las cosas que nacen y crecen enredadas en los
laberintos de la espiritualidad. Cada día de la semana se me representa
diferente y creo percibir que el Señor se nos muestra distinto (pero nunca
indiferente) cada día. Los lunes se me ofrecen como los más acogedores y los
viernes, por decir algo, como los más molestos por bulliciosos. Cuando
desemboco en la Plaza
de San Lorenzo procedente de la calle Conde de Barajas noto una sensación
parecida al navegante que llega feliz al puerto soñado. Una calle llamada
Cantabria y un bar llamado “El Sardinero” son allí fieles testimonios de lo que
representaron los cántabros en la
Toma de Sevilla por el Rey San Fernando. Estamos, a que
dudarlo, en el corazón espiritual y sentimental de una Ciudad que se hace
eterna en sus nobles rituales. A la Basílica del Gran Poder
entran personas con una movilidad casi nula pero no les importa. Alguien les
empuja su carrito para que no se pare el carro de su fe. Las veo rezarle –mejor
hablarle- al Señor de Sevilla y en sus ojos gastados por la vida brilla
ilusionada una tenue luz fiel reflejo de que, con Él, nada estará nunca perdido
del todo. Son los rituales que heredamos de nuestras abuelas y madres y que
soñamos que un día sean recogidos por nuestros hijos y nietos. Vivimos casi de
prestado y son nuestras tradiciones y rituales los que al final dan sentido
testimonio a casi todas las cosas. Vivir, más que para ver, para contemplar,
pensar y actuar. Allá por San Lorenzo tomaron fondo y forma los rituales
sevillanos.
domingo, 15 de marzo de 2015
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