Recuerdo que era una espléndida mañana del pasado mes de junio. A través de mi terraza, abierta de par en par, me llegaba un
aire fresco de tierra recién regada.
Algunos pajarillos entonaban su canto mañanero en la copa de los poco
árboles que aún permanecen sin talar (el afán arboricida de nuestros políticos
locales es digno de análisis psicológico). La calle estaba tranquila y un
jardinero recogía en la calle una enorme manguera que todavía desprendía por su
boca un hilillo de agua. Era uno de esos días veraniegos donde te levantas con
una cierta bucólica felicidad y que, justo es reconocerlo, no nos viene mal de
vez en cuando. Te sientes bien y eres plenamente consciente de que en no poco
tiempo algo o alguien te terminará por poner de nuevo los pies en la tierra. En
el ordenador sonaba la voz de Demis
Roussos y todo en el día estaba por estrenarse. Hasta que no consigues
llegar a ella nadie se imagina a ciertas edades lo placentero que puede
resultar empezar un nuevo día. Dormir bien, levantarte sin ayuda de nadie,
estando en paz con Dios y los hombres
te suena a música celestial. Era lunes por más señas y sabía que en pocas horas
estaría paseando por las calles de la Judería
y observando de cerca a la Reina de San Nicolás. Es la tragedia del ser
humano: buscar la felicidad en lo excepcional obviando los placeres cotidianos.
Esta luz sevillana de luminosos amaneceres que Antonio Machado dejó plasmada en un papel encontrado después de su
muerte en su raído abrigo. Esa luz que un día nos dejará huérfano de luminosos despertares y anclados en la
memoria sentimental de los que bien nos quisieron. Las radiantes mañanitas que cantaba el rey David.
Juan Luis Franco – Miércoles Día 7 de Septiembre del 2016
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