Don Pascual era un sacerdote
de setenta años de edad de los cuales llevaba cuarenta ejerciendo de párroco en un pequeño pueblo de la Castilla
profunda con poco más de tres mil habitantes. Un hombre cultísimo, bondadoso,
respetuoso y poco o nada proclive al sectarismo. Un don Camilo en versión castellana. Sus misas de doce domingueras
tenían fama en la comarca por las homilías que pronunciaba. El lleno estaba
siempre asegurado y la gente salía con la sensación de en verdad haber
escuchado la palabra del Hijo de Dios.
Cada vez que el Arzobispado planteaba,
por problemas de edad, la necesidad de jubilar a don Pascual se armaba un gran revuelo popular que de facto hacía
que el tema se archivara. Fermín era un viejo socialista de
sesenta y ocho años de edad fiel seguidor de la doctrina del verdadero Pablo Iglesias. Llevaba de alcalde en el pueblo treinta y
seis años y los vecinos, aparte de votarlo siempre de manera abrumadora, no
estaban dispuestos a permitir que no se presentase en cada nueva convocatoria
electoral. Dos vidas paralelas enmarcadas en la ancha Castilla de Quijotes
justicieros y de Sanchos de sabiduría
popular. Ambos se profesaban un gran respeto y, ambos, miraban la vida desde
ópticas diferentes. Don Pascual desde
una fe verdadera donde mandaban las certezas sobre las dudas. Fermín
desde un agnosticismo fruto de muchas lecturas y donde las dudas mandaban sobre
las certezas. De lunes a viernes y de
manera permanente se reunían en el Bar de
Baldomero donde, acompañados de café y una copa de pacharán, jugaban cada
tarde una larga partida de ajedrez mientras debatían amigablemente de lo humano
y lo divino. Una relación donde, por
respeto, no se permitían el tuteo y que tenía una antigüedad en el tiempo de
treinta y cinco años. Una mañana, que en el almanaque de los hombres decía que
era un 22 de octubre del 2015, don Pascual después de guardar las Sagradas Formas cerró sacristía y
capilla. En una bolsa de IKEA
guardó un tablero de ajedrez, un termo con café y una botella pequeña
con pacharán. Dirigió sus pasos hacia la Tercera
Planta del Hospital
de la Virgen
del Camino. Allí llevaba Fermín ingresado una semana debatiéndose entre la vida y la muerte.
Un cáncer en fase terminal iba a terminar con su amplia y fecunda trayectoria
de alcalde. A pesar de su cansancio cuando vio entrar a don Pascual no pudo dejar de esbozar una leve y cómplice sonrisa. Los
familiares de Fermín abandonaron la
habitación pues sabían de sobras que aquello era cosa de dos. Don
Pascual sacó de la bolsa el tablero
de ajedrez y lo depositó con cuidado en la mesa abatible de la cama. Sirvió en sendos vasos de plástico dos buches
de café y dos copitas de pacharán. Inquirió a Fermín algo que solo tenía una respuesta: ¿Bueno que, hace una partidita?
Este asintió y se incorporó a duras penas en la cama. Don
Pascual, como el que no quiere la
cosa, dejó caer lo siguiente: “Por
cierto, si quiere usted confesarse
ahora es el momento”. Fermín lo miró fijamente a los ojos y le
respondió: “No hace falta don Pascual que
cree usted que llevo haciendo cada tarde
de estos últimos treinta y cinco años”.
Vidas paralelas.
Juan Luis Franco – Viernes Día 16 de Diciembre del 2016
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