Volvía en el tren de cercanías desde Dos Hermanas después de efectuar
la esperada y ansiada visita semanal a mis nietos. Era un viernes veintiuno del
pasado mes de febrero. Al día siguiente se cumplían setenta y cinco años del
fallecimiento de mi poeta de cabecera: Antonio Machado. Sabía que a esa misma hora el Señor de la Salud de mi Hermandad de la Candelaria estaría en
pleno Vía-Crucis por las queridas calles de mi feligresía (¡hermosa palabra!).
No pude asistir a tan querido evento, y bien que lo sentí, pero uno
desgraciadamente no tiene el don de la ubicuidad. La noche hacia no mucho que
había cubierto las calles con su negro manto. En el tren no viajábamos más de
seis o siete personas. Cada uno iba ensimismado a la suyo y sabiéndose al
resguardo del frío exterior. Mientras
escuchaba placidamente a Dean Martin a través de los auriculares de un pequeño
artilugio que me regaló mi hija Alicia (creo que se llama MP3) veo por la ventanilla del tren una amalgama de luces
proclives a la ensoñación. Nada hay más literario que un viaje en tren y
siempre se me representa como un símbolo inequívoco del discurrir de la propia
existencia: partida y llegada. Alfa y Omega
del trayecto existencial de los humanos. Es un viaje corto pero jugoso este que
hago cada semana a Dos Hermanas y espero que Dios me permita hacerlo algunos
años más. Las luces que veo en la distancia son variopintas. Son como ascuas de
luz diseminadas sin un orden racional. Algunas, más lejanas, son de casitas
salteadas en la ahora oscurecida campiña. Después veo otras, alineadas en
formación piramidal, de los bloques de pisos cercanos al Hospital Virgen del
Rocío. Las más cercanas, las de la vía contigua por donde avanza mi tren, son
como gajos de naranjas candentes orientando la ruta del tren hacia su destino.
De vez en cuando pasamos por encima de alguna carretera con su rosario de
coches encendidos que, como luciérnagas de la noche, caminan presurosos hacia
sus madrigueras. Te sientes bien, tremendamente bien, en esos momentos donde el
alma se serena. Son esos fragmentos de
tiempo que te pertenecen íntegramente. Vivimos atrapados por la ansiedad de los
problemas cotidianos y obviamos, con demasiada frecuencia, que en los pequeños
gestos nos espera dormida la felicidad.
El tren nos lleva y nos trae y, lo más importante, nos deja el alma en
duermevela. Tren de cercanías hacia Dios
sabe donde. La última y definitiva Estación siempre será una incógnita que
nunca podremos despejar.
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