Nuestras vidas desde el mismo momento de nuestro nacimiento están reguladas por normas, estatutos, reglas,……leyes en definitiva. No inventamos nada pues resulta evidente que las mismas ya empezaron a funcionar desde nuestra más primitiva prehistoria. No era plan de que quien cazaba más de un mamut no estuviera dispuesto a compartirlo, y a no pagar un plus de almacenamiento en la cueva. Luego la civilización griega y, fundamentalmente la romana, marcaron un conjunto de leyes proclives –siempre en teoría- a potenciar una prospera y civilizada convivencia ciudadana. Con el rodar de la rueda de los tiempos las leyes se han inclinado muchas veces –quizás demasiadas- en favorecer los intereses de minorías muy cualificadas y tendentes al abuso y a la “mangancia”. Teóricamente las leyes en dictaduras –de todo signo- se establecen para perpetuar en el poder a la clase dirigente y, prioritariamente, buscando el frenar por todos los medios los aires de libertad. El pueblo era un sujeto pasivo a la hora de confeccionarlas y poca, o ninguna, posibilidad tenía de participar en la elaboración de las mismas. Solo podía combatirlas desde la clandestinidad. En los sistemas donde impera la democracia las cosas ya deben –o mejor debían- de funcionar de forma bien distinta. Las leyes consideradas injustas u obsoletas pueden ser modificadas mediante la presión ciudadana o, sustituyendo a través del voto, a aquellos que tienen la obligación de legislarlas: creándolas o cambiándolas.
Viene todo esto a cuento a raíz de una Ley recientemente aprobada y, que como era previsible, ha sufrido un cierto rechazo por una parte –mínima- de la población: la Ley antitabaco. Vaya por delante que un servidor no ha fumado en ninguna etapa de su existencia, aunque por distintos motivos siempre he asumido mi condición de fumador pasivo (mi padre, compañeros de trabajos e íntimos amigos fumaron –y fuman- más que el indio Jerónimo). Creo sinceramente que esta Ley contra el “fumeque” en establecimientos públicos es justa y necesaria, aunque posiblemente se podrían haber marcado algunos territorios más para los fumadores, evitando con ello que se sintieran perseguidos cual ratón ante una jauría de gatos hambrientos. Por ejemplo, en aquellos restaurantes que ya existieran zonas para fumadores deberían permanecer activas. Estos empresarios han efectuado una fuerte inversión y ahora ven que ha sido dinero tirado a la basura. La cuestión es que no se hicieron bien las cosas desde primera hora –leyes made in Spain-, y ahora pagan (nunca mejor dicho) justos por pecadores.
La gente es mayoritariamente sensata y esta Ley no ha provocado esos fuertes conatos de desobediencia civil que anunciaban los agoreros. Todo el mundo asume que es necesaria y buena para la salud de la gente. ¿Qué existen minorías de fumadores y empresarios que se sienten perjudicados? Resulta más que evidente, pero no llegará la sangre al río. Ni tendrán que cerrar muchos de los pequeños establecimientos de hostelería, ni los fumadores se subirán por las paredes. Todo se someterá al noble ejercicio del reciclaje y aquí paz y después humo (pero eso sí en la calle o en la casa de cada uno). O las leyes nos cambian o las cambiamos nosotros a ellas. No hay término medio. Lo curioso es, y dada la legión de andantes fumadores que pululan ahora por las calles, que tendremos que refugiarnos en algún bar o taberna huyendo del humo. Terminaremos borrachos, pero eso si, impolutos del olor a tabaco que Colón nos trajo de América. Con los pulmones limpios pero con incipientes cirrosis hepáticas.
Viene todo esto a cuento a raíz de una Ley recientemente aprobada y, que como era previsible, ha sufrido un cierto rechazo por una parte –mínima- de la población: la Ley antitabaco. Vaya por delante que un servidor no ha fumado en ninguna etapa de su existencia, aunque por distintos motivos siempre he asumido mi condición de fumador pasivo (mi padre, compañeros de trabajos e íntimos amigos fumaron –y fuman- más que el indio Jerónimo). Creo sinceramente que esta Ley contra el “fumeque” en establecimientos públicos es justa y necesaria, aunque posiblemente se podrían haber marcado algunos territorios más para los fumadores, evitando con ello que se sintieran perseguidos cual ratón ante una jauría de gatos hambrientos. Por ejemplo, en aquellos restaurantes que ya existieran zonas para fumadores deberían permanecer activas. Estos empresarios han efectuado una fuerte inversión y ahora ven que ha sido dinero tirado a la basura. La cuestión es que no se hicieron bien las cosas desde primera hora –leyes made in Spain-, y ahora pagan (nunca mejor dicho) justos por pecadores.
La gente es mayoritariamente sensata y esta Ley no ha provocado esos fuertes conatos de desobediencia civil que anunciaban los agoreros. Todo el mundo asume que es necesaria y buena para la salud de la gente. ¿Qué existen minorías de fumadores y empresarios que se sienten perjudicados? Resulta más que evidente, pero no llegará la sangre al río. Ni tendrán que cerrar muchos de los pequeños establecimientos de hostelería, ni los fumadores se subirán por las paredes. Todo se someterá al noble ejercicio del reciclaje y aquí paz y después humo (pero eso sí en la calle o en la casa de cada uno). O las leyes nos cambian o las cambiamos nosotros a ellas. No hay término medio. Lo curioso es, y dada la legión de andantes fumadores que pululan ahora por las calles, que tendremos que refugiarnos en algún bar o taberna huyendo del humo. Terminaremos borrachos, pero eso si, impolutos del olor a tabaco que Colón nos trajo de América. Con los pulmones limpios pero con incipientes cirrosis hepáticas.
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