miércoles, 6 de junio de 2012

El Diablo viste de Prada


Como diría Serrat, María del Mar de las Heras y Hoffman, era esa muchacha típica cuya familia es la típica, familia bien del país. Su padre, un diplomático de carrera, que calentó sillones en los consulados españoles de medio mundo y que, una vez reciclado en dos Consejos de Administración de la banca española, arribó por Sevilla donde terminó paseándose la mañana del Corpus enfundado en un chaqué con el pecho atiborrado de medallas. Su madre, un bellezón teutón, les llegó a los sevillanos como un regalo para la vista desde Dusseldorf. Puro deleite de los viandantes que tenían la suerte de cruzarse con ella por las calles sevillanas. María del Mar era la menor de tres hermanos siendo la única hembra de la camada. Sus hermanos, inútiles integrales, terminaron –cosa lógica por cierto- haciendo carrera en el mundo de la política española. La criaron entre algodones y no escatimaron ni esfuerzo ni dinero en que su educación fuera de lo más esmerada. Colegio bilingüe en el Aljarafe sevillano; clases de piano y equitación; ballet y danza española (el Flamenco no que era cosa de gitanos y borrachos) y, el deporte de la natación para estilizar –aún más- su ya estilizada figura. La programaron para que –al casarse- llegara a lo más alto, por eso se sintieron algo defraudados cuando el Primer candidato de la lista –el no va más de los Príncipes azules- se casó con una presentadora de televisión. Pero la suerte estaba echada y pronto caería algún galán –de muy buena familia- en sus redes burguesas. Entonces apareció Francisco Javier, Javi para los íntimos, y el cuento de hadas empezó a barruntar un final feliz. Lo conoció en el Viaje de Fin de Carrera al terminar Empresariales y todo transcurrió como le enseñaron en los cuentos infantiles. Pero la vida es otra cosa y después de la vuelta idílica de su luna de miel tuvo que enfrentarse a la dura realidad. Francisco Javier, el Javi que despertaba la envidia de sus amigas, era un maltratador inmisericorde y un cocainómano de rayas tomar. Fueron tres años de autentico infierno donde descubrió que, no pocas veces, los cuentos infantiles revierten su final: “Son los príncipes los que siempre terminan volviéndose ranas”. Ahora todo quedaba visualizado como en los finales de las películas de Cine Negro. Francisco Javier, el Javi de terribles palizas y nariz empolvada, yacía inerte sobre una alfombra persa en el suelo del salón rodeado de un charco de sangre. María del Mar temblaba nerviosa y lloraba compungida sentada en la esquina de un sofá francés de finales del siglo XIX (regalo de su padrino de bodas). Una alemana, todavía de una belleza deslumbrante, marcaba pausadamente con la mano derecha el 091 en un teléfono posado sobre una mesita de estilo rococó. En la izquierda sostenía una sangrante daga veneciana que su hija le trajo de Venecia en su romántico viaje de luna de miel. El diplomático, en ese preciso momento y ajeno a la tragedia, salía camuflado del Hotel Colón minutos después que lo hiciera su amante. A esa misma hora, en la Ciudad, las campanas de San Isidro Labrador en Pino Montano tocaban llamando a misa de 8. Salva Gavira ordenaba papeles escolares con las ansiadas y temidas notas de fin de curso. Cristóbal Tirado curaba el mal de amores a base de ibuprofeno. Una joven madre, en la puerta de su chalé, le da el pecho a su hija y sueña ilusionada como será el “Príncipe azul” que le espera en el futuro. 

El Demonio viste de Prada, pero la vida siempre termina vistiéndose en….”Carrefour”.

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