El médico y las dos enfermeras que asistieron al parto de Ángel Bermúdez
Perea quedaron gratamente sorprendidos de que un recién nacido primero llorara
brevemente y después sonriera de manera placentera. Regordete, rubio y
sonriente sus padres no tuvieron más remedio, en pura lógica, que ponerle
Ángel. En verdad parecía un ángel de los pintados por Murillo. A las pocas
horas de su llegada al mundo lo visitaban en el Hospital personal sanitario,
enfermos y familiares para comprobar aquella inalterable carita sonriente. Lo
que nadie podía sospechar es que aquel niño con pocos días que causaba con su
dulce sonrisa la admiración de propios y extraños sería con los años un joven
sonriente; después un hombre maduro sonriente y, en las postrimerías de su
existencia, un anciano sonriente. Llevaba la sonrisa puesta como si la misma
formara parte ineludible de sus facciones. Cuando de niño empezaron a
preocuparse por su eterna sonrisa recurrieron a los conocimientos de la
medicina para saber si este Ángel sonriente arrastraba algún tipo de enfermedad
facial. Fueron exhaustivos los exámenes a los que distintos médicos lo
sometieron sin detectar ninguna anomalía perceptible. Todo era normal aunque la
sonrisa permanecía estática e inalterable. Si en la guardería (antes llamadas
miguillas) la “seño” le llamaba la atención Angelito se sonreía. Si en el
“cole” un maestro le corregía algún ejercicio de matemáticas mal resuelto él no
dejaba de sonreír. En la
Universidad se seguía sonriendo independiente de la seriedad
de los temas que se trataran. Ya sus compañeros de estudios se acostumbraron a
su perenne sonrisa y no tomaban a mal que al darle a alguno el pésame por el
fallecimiento de algún familiar no dejara de sonreír. Un día, ya muy lejano en
el tiempo, en que Ángel participaba en una sentada de protesta en la puerta de la Universidad lo detuvo un policía (de los llamados entonces
“los grises”) y como comprobó que al pedirle la documentación se sonreía se lo
llevó esposado y lo introdujo a empujones en un furgón policial (llamados
“lecheras”). Le dijo el avispado policía...”Te vas a reír de tu p… madre.
Cachondeito conmigo poquito rojo de mierda”.
Llevaba la sonrisa en los genes y a pesar de intentar camuflarla con
cambios de imagen como barba, bigotes o perilla todo fue inútil. La sonrisa le
brotaba desde el fondo de sus ojos y tratar de eliminarla era absolutamente
inútil. Más que un hombre feliz (que posiblemente lo fuera) lo que sin duda
poseía era el don de la eterna sonrisa.
Terminó la carrera como perito industrial y después de años deambulando
de aquí para allá encontró por fin su trabajo mejor remunerado: peritando
accidentes automovilísticos en una Compañía de Seguros. Causaba asombro y
estupor cuando peritaba un accidente y le decía sonriendo al interfecto que el
coche estaba para siniestro total pero que la póliza no se lo cubría. Al final
y dada su enorme valía profesional la Compañía lo metió en un despacho ordenando
papeles y resolviendo asuntos sin tener que mirar la cara de ningún cliente. Su
sonriente rostro le empezaba ya a deparar más disgustos que satisfacciones.
Tuvo tres hijos, dos varones y una hembra, y afortunadamente ninguno heredó el
don de la sonrisa eterna. No había cuestión genética por la que preocuparse y
con él nació y se moriría su cara risueña. Al menos le quedaba esta
tranquilidad pues afrontar una sociedad como la actual con la sonrisa puesta a
todas horas solo tenía dos lecturas: o se trataba de un bobalicón o de un
pasota de los cojones (o las dos cosas juntas).
Pasó su vida sonriendo incluso cuando como producto de algún disgusto
alguna lágrima le corría por las mejillas. El cura que lo casó decía que nunca
había escuchado un “Si quiero” más rotundo y sonriente. Enviudó cuando tenía recién
cumplidos los setenta años de edad. Familiares, amigos, vecinos y antiguos
compañeros le daban el pésame en una hilera donde desde el primero hasta el
último ya sabían que sería de por vida, a pesar de sentir enormemente la
perdida de su amada esposa, un viudo sonriente. La pena iba por dentro pero la
sonrisa siempre estaba por fuera.
Hoy, cuando Ángel Bermúdez Perea, ya ha cumplido los setenta y nueve
años de edad, se encuentra recluido en una Residencia de ancianos situada en el
Aljarafe sevillano. Allí transcurren sus días entre lecturas, visitas de
familiares y amigos y departiendo sonrisas por doquier. Los que allí no lo
conocen se dividen en dos bandos. Para unos se trata de un anciano muy
bondadoso que sonríe beatíficamente a todo el mundo y para otros una persona
mayor con síntomas de demencia senil. Él ya tiene asimilado que Dios –o la Madre Naturaleza- le pondrían la eterna sonrisa en su rostro con
alguna finalidad. Si se quema con la
sopa se sonríe, si se muere de frío en el patio también lo hace y si le ponen
una dolorosa inyección les muestra su faz risueña Un mirlo blanco para el
personal de la
Residencia. Es un gran sevillista que lo mismo sonríe con las
victorias de su Equipo que con las derrotas. Un hombre comprometido con el
tiempo que le tocó vivir que sonría escuchando las tropelías de sus
adversarios. Un verso suelto dentro de un poemario donde siempre manda el
malhumor y el exabrupto. En la recta final de su vida ya todo le daba igual y
sobraban las explicaciones de su eterna sonrisa. Al final, pensaba para sus
adentros, peor hubiera sido estar siempre llorando. Risas y lágrimas marcando
la senda existencial de las personas se traducían, en su caso, en una eterna sonrisa.
Juan Luis Franco – Miércoles Día 30 de Septiembre del 2015
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