Recuerdo que era un lunes 13 de Julio. Aquel día, a media mañana, decidí darme un garbeo por el Barrio de Santa Cruz, pues no lo hacía desde antes del confinamiento. Reinaba ya un calor axfisiante como preámbulo de que íbamos a sobrepasar los cuarenta grados. Un aire espeso y atosigante caía sobre la Ciudad de manera inmisericorde. Avancé hasta el corazón del Barrio entrando por la calle Joaquín Romero Murube dejando a la izquierda el hermoso azulejo delCristo de las Misericordias y, la no menos hermosa, Plaza de la Alianza. El carril de Mateos Gago tenía sus tripas abiertas en canal por las obras y la visión que ofrecía el Barrio en su conjunto era fantasmal. Todos los establecimientos cerrados a cal y canto y con sus callejones y plazuelas huérfanas de viandantes. Parecía como si las persianas de la noche se hubieran bajado a plena luz del día. Nada, ni un mal turista japonés que llevarse a la cara. La Plaza de Doña Elvira no tenía más compañía que un par de palomas que picoteaban con parsimonia la basurilla de la fuente. El Callejón del Agua languidecía en clave cernudiana dándole sombra a un empleado de Lipasam que barría del suelo las hojas de la nostalgia. Como siempre terminé mi ruta bajando por Ximénez de Enciso hacía la luz diáfana y serena de Santa María la Blanca. Nunca he vivido con tanta crudeza la soledad existencial de los espacios urbanos vacíos. El Barrio de Santa Cruz (el de la lunita plateada) flotando como siempre en los mares de la melancolía.
martes, 8 de septiembre de 2020
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