Demostrado queda que el ser humano por su propia naturaleza y su posterior desarrollo es imperfecto. Por consiguiente –que diría el socialista de Bellavista- es una utopía el pretender que, cuantos proyectos emprendas en lo individual o en lo colectivo, alcancen la perfección. No es perfecta ni la pintura de Velázquez; ni la gubia de Martínez Montañés; ni la poesía de Luís de Góngora; ni la música de Mozart; ni la obra arquitectónica de Antonio Gaudí; ni la novela de Cervantes; ni el Teatro de Shakespeare; ni el Cine de Billy Wilder; ni las arias de la Callas, o la guitarra flamenca de Paco de Lucía. Ni incluso la obra creadora de Dios ha podido alcanzar la perfección, por ser filtrada a través de la tarea imperfecta de los humanos. Dios tardó siete días en crear el mundo y el hombre tardó un segundo en estropearlo. Siempre se utilizó a modo de latiguillo la famosa frase: “nadie es perfecto”. Bien cierta es tal afirmación. El ser humano tiene –tenemos- la tendencia a equivocar las metas terrenales y, buscamos en vida pertinazmente la perfección, cuando lo verdaderamente importante es buscar la felicidad. Vivir instalado en la felicidad es una quimera, encontrar los momentos felices es lo que da sentido a nuestra existencia. No la felicidad del usurero, ni el placer que pueda proporcionar el sentirse poderoso y, por extensión, dueño del destino de vidas ajenas. No, no se trata de eso. Feliz por amar y ser amado por lo que eres y nunca por lo que tienes o tendrás. No es casualidad que la Filosofía sea cada día más orillada en esta Sociedad consumidora de cosas inútiles y pasajeras. Hoy la política está envilecida en todos sus frentes y, los sistemas democráticos, tienen más de “sistemas” que de “democráticos”. No podemos pedirle a un político que sea perfecto, cuando asumimos que tal cualidad es un quimera inalcanzable, pero si debemos exigirle decencia, tolerancia y buena capacidad de gestionar los recursos de los ciudadanos. Estamos rodeados de políticos no ya imperfectos sino mediocres y, lo que es peor, banales en su concepción –poco- noble de la política. Viven instalados en un permanente y sectario ejercicio de “banderías” y descargando siempre sus responsabilidades en los del “otro bando”. Consiguen con su dudosa gestión dos alejamientos: ellos se alejan definitivamente de la perfección y, a nosotros consiguen alejarnos de la felicidad. Queda meridianamente claro que el juego de la perfección y la felicidad no depende casi nunca de nuestro libre albedrío. Factores externos y circunstanciales determinan –o determinarán-, en no pocas ocasiones, nuestro grado de perfeccionismo y nuestra necesaria dosis de felicidad. En época tan convulsa como la actual la felicidad debía ser paralela a nuestro compromiso social y nuestra implicación solidaria. Luego, para contentar al duendecillo que anida en nuestro interior, siempre podremos recurrir a lo que de bueno la vida nos ofrece: familia, amigos, cultura, tradiciones, devociones (quienes las tengan), pasiones y, los necesarios días de vino, amor y rosa.
Buscar la perfección, aparte de inútil, debe ser una tarea pesadísima. Salir al encuentro de la felicidad, cuando está se nos manifiesta a través de lo cotidiano, está al alcance la mano. En definitiva como todo juego existe la posibilidad de ganar o perder. El riesgo, o lo que es lo mismo la incertidumbre del camino a recorrer, es lo que verdaderamente importa. Juguemos pues sin miedo al resultado final. Imperfectos y posiblemente con menos cotas de felicidad de las que buscamos, pero vivos en definitiva.
No hay comentarios:
Publicar un comentario