“Aprended, Flores, en mí
lo que va de ayer a hoy,
que ayer maravilla fui,
y hoy sombra mía aún no soy”
- Luis de Góngora –
El colibrí es el pájaro más pequeño y a la vez más hermoso de la Creación. Un volátil trocito de
Arco Iris que nunca sobrepasa los quince centímetros y supera los ocho gramos
de peso. Sobresale entre su bellísimo colorido el “verde que te quiero verde”.
Más que volar se suspende en el aire para mostrarnos a través de la belleza más
nimia la infinita obra del Dios Padre. Se crían -¿dónde si no?- y viven en el
continente americano. Difícilmente superan los cuatro años de existencia y hubo
una época donde se les mataba a millares para decorar los sombreros de las
damas de alta alcurnia de la vieja Europa. Verlos posarse tras su pausado vuelo
en las ramas de los árboles se nos configura como un sublime poema alado. Los
humanos primero los machacamos situándolos al borde de la extinción y luego
legislamos para protegerlos contra nosotros mismos. El colibrí simboliza cuanto
la vida tiene de efímera y singular belleza. La Naturaleza, a través de
la racionalidad existencial, nos muestra de manera reiterada el camino de la
hermosura más armónica y nosotros nunca hemos dejado de contradecirla. Hoy todo
lo bello, incluyendo al colibrí, está en serio riesgo de desaparición. Vivimos
instalados en la mentira y nadie dispone de tiempo para perderlo contemplando
cuanto la Naturaleza
nos ofrece. Vuela el colibrí por los bosques americanos y su dulce vuelo lleva
implícito el alma alada de las flores.
Sus diminutas alas en movimiento son un leve susurro para no despertar
el justo sueño de los humanos. Un poema de Rubén Darío va prendido en el pico
del colibrí. Dios tardó una semana en crear el mundo y nosotros tan solo un
rato en estropearlo. Cuando ya todo esté perdido siempre nos quedará la sonrisa
de un niño y el vuelo del colibrí.
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