martes, 29 de noviembre de 2022

Los placeres prohibidos



Dice mi amigo Ramón que nunca pudo tener eso que llaman pequeños vicios mundanos. Ahora su compañera de penas y alegrías le controla los vicios pequeños; su médico le prohíbe los vicios medianos y el Estado hace lo propio para que sea un ciudadano sano. Por eso no es extraño que al ir a confesarse en la Primera Comunión de su nieto al preguntarle el sacerdote por sus pecados le dijera: “No tengo ninguno Padre. No me dejan”. De niño su abuela le decía que al volver de la calle se lavara siempre las manos. Su abuelo que cuando pensaba pelarse que tenía la cabeza de un león. Su madre que evitara en la calle las malas compañías. Su padre que como se enterara que había fumado “se iba a enterar de lo que es bueno”. Solo tenía el asidero de su hermano mayor que le decía que sin arrepentimiento no había Paraíso y que para arrepentirse de algo primero había que pecar. Pasó toda su juventud y una gran parte de su madurez agobiado por una interminable serie de prohibiciones que todos le decían era por su bien. Durante cuarenta largos años le dijeron que tipo de libros, obras de teatro o películas podía o no podía ver. Saltarse la barrera de lo prohibido llevaba implícito un serio riesgo de integridad física y moral. Por estas latitudes el eslogan francés de Mayo del 68 de “Prohibido prohibir “ ni estaba ni se le esperaba. Incluso hoy, dentro de esto que llaman la Tercera Edad, sabe que escuchar a Miles Davis o Antonio Mairena fumándote un puro en la terraza con tres dedos de Bourbon y dos trocitos de hielo es un acto transgresor. No digamos tomarse un par de copas de oloroso en un mediodía otoñal en la Bodeguita de San Lorenzo. Con los muchos años vividos ya supo que el colesterol, la diabetes, la artrosis o la tensión serían inseparables compañeras de viaje. Los pequeños placeres pasaron de ser prohibidos a muy prohibidos. Se acordaba de la canción de Pata Negra que decía: “Todo lo que me gusta es ilegal, es inmoral o engorda”. La vida siempre te da una asidero para poder justificar (más bien poder justificarte a ti mismo) algunos pequeños excesos. En su infancia y juventud Ramón se apoyaba en su hermano Ricardo. Ahora lo hace en su nieto mayor Ramoncito que le dice: “Abuelo, tú no le eches cuenta a nadie y si puedes de vez en cuando te pegas un homenaje “. El ejercicio de vivir lleva implícito una gran dosis de sacrificio y todo queda relegado al difuso campo de la incertidumbre. Los placeres cotidianos son, en definitiva, el vellocino de oro que le da sentido a toda esta maraña de luces y sombras a la que llaman vida. “Por prohibir que no quede” dijo el inquisidor mientras refrescaba la manzanilla para el mediodía.

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