Existen conceptos cotidianos que uno no acaba de asimilar. Al hecho de tener un perro; un gato; un pájaro o una tortuga ahora se le llama tener una mascota. Para mí, mascota era lo que se ponía mi abuelo sobre la cabeza cuando salía a la calle. Mi padre siempre tenía un gato y un canario. Los tenia separados a cierta distancia para poder evitar desagradables enfrentamientos donde el pájaro siempre tendría las de perder. Mi Tío Antonio era partidario de las tortugas de gran tamaño y por su azotea siempre había un par de ellas deambulando con una lentitud que son la causa de su longevidad. Despacito y con buena letra. Cuando el sol apretaba en la azotea se refugiaban en un rincón donde daba la sombra. Una de las tareas que me encomendaba mi tío cada tarde veraniega era darles a las tortugas un refrescón con la manguera. Precisamente fue una tortuga llamada Pastori mi ultimo animal de compañía. Me acompañó durante unos quince años hasta que un día me dejó a solas con mis tribulaciones. Mi tortuga convivió con “la Gordi”, una perra de raza teckel, que me adivinaba hasta el pensamiento. Las dos dejaron de estar activas y ya forman parte de los recuerdos sentimentales. Cuando ya estaba convencido de que en mi casa no habría más animal que quien esto escribe apareció un nuevo inquilino. Fue a primeros de año cuando hizo su primera aparición en mi terraza. Se trataba de un gorrión (supongo que de los pocos que quedan en Sevilla) de un precioso color entre marrón y verdoso. Lo vi aposentarse en la mesita de la terraza donde suelo leer en las mañanas de verano. Cuando me acerqué dio un pequeño brinco y se posó en la barandilla. No quise asustarlo y guarde las distancias. Al poco tiempo se fue por donde había venido y quedé convencido que ya no volvería a verlo. Craso error, al día siguiente y a la misma hora allí estaba el gorrión dando saltitos. No quise incomodarlo y me mantuve alejado de su presencia. En previsión de que al día siguiente repitiera la jugada me propuse comprar algunas viandas pajareras. Sobre la mesa le desparramé un poco de alpiste y en un pequeño recipiente de plástico le deposité un poco de agua. Cuando, de espaldas a la terraza, estaba sentado frente al ordenador noté su presencia. Allí estaba el gorrión comiendo y bebiendo con una gran voracidad. Ya desde entonces no ha faltado a la cita ni un solo día. Llega sobre las 9 de la mañana y allí, sobre la mesita, permanece un buen rato. Se ha acostumbrado a mi presencia (entre pájaros anda el juego) y cuando me asomo desde la terraza para ver la calle ya ni se inmuta. Considera la terraza como su habitáculo natural y nunca ha traspasado la línea que separa la terraza del salón. Me da algo de miedo que lo pillé en pleno vuelo una de esas cotorras verdes que son los F-16 de los aves voladoras. El pasado domingo nuestra relación dio un paso más. Estaba apoyado en la barandilla mientras el gorrión comía plácidamente. Noté que emprendía un pequeño vuelo y se me posó en el hombro. Allí estuvo un buen rato hasta que decidió marcharse y seguir ejerciendo de gorrión callejero. Ignoro cuanto durará nuestra relación pero siempre preferiré estos pájaros a los que pululan por algunos despachos españoles. “Los pájaros” era una gran película de don Alfred. Los Pajaritos es una Barriada sevillana que tiene el triste record de encabezar el ranking de la Barriadas más pobres de España. Los pájaros, los Pajaritos y un pájaro que hace verdad aquello de que más vale estar en una mano amiga que con ciento de desconocidos volando.
jueves, 15 de febrero de 2024
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