Sinceramente no sería capaz de concretar con exactitud cuantos años
tiene mi tortuga “Pastori”. A ojo de
buen tortuguero debe rondar casi un cuarto de siglo. La compramos un domingo en
la Plaza de la Alfalfa cuando tan solo
era un inquieto galapaguillo color verde esmeralda. En la actualidad es una
respetable y voluminosa tortuga que se desplaza a ritmo muy lento por los
laberintos de mi “cueva”. Según haga
frío o calor tiene dos rincones preferidos. Cuando empieza a hibernar (a
mediados de noviembre) se sitúa en un hueco del salón a salvo de la lluvia y el
frío. Después, cuando ya toca moverse
con los calores, se queda por las noches en un rincón de la terraza más próximo
a la calle. Todo medido y todo programado para que su vida transcurra sin
grandes sobresaltos. Después de estudiar su anatomía he buscado en Internet a
que grupo pertenece mi “Pastori” y no termino de aclararme. He terminado por denominarla
“tortuga hispalense” y claramente emparentada por vía “reptilínea” con el
“Lagarto de la Catedral”.
En mi calle se producen una serie de raros acontecimientos -vía animales de
compañía- cuyo origen posiblemente esté en su proximidad con el hoy extinto
Psiquiátrico de Miraflores. Quien tuvo retuvo y mantuvo. Un vecino saca a la
calle a pasear un gato con una correa. Otro, después de protegerse con un
guante que le llega hasta la axila, lleva un halcón posado en el brazo. Otro, también con una correa de perro, pasea
un lagarto de ojos saltones. Todo esto es rigurosamente cierto. Visto lo visto,
tengo la sensación que a mi tortuga “Pastori” la tengo discriminada, no siendo
justo que nunca en su ya larga existencia haya puesto una pata en la calle. Estoy
algo dubitativo pues con la lentitud con la que se desplaza me temo que los
paseos se harían interminables. Cuando volviéramos al hogar, dulce hogar, y
pusiéramos la televisión es hasta posible que Arenas y Rubalcaba ya no
estuvieran en la “Política”. Mi tortuga es un termómetro vivencial que funciona
como un antídoto eficaz para cuestionar la vida tan estresada que llevamos: a
menor movimiento menor tormento. Nunca cambia sus hábitos cotidianos y se rige
por cuanto le marca el exterior que le rodea. Pasan los días, los meses y los
años y ahí sigue sacando cabeza y patas al sol del mediodía. Se alimenta de
camarones secos y sobre todo del paso del tiempo. Momentos dormidos entre el
tecleo de mi ordenador, la música de Mozart y Paco de Lucía y los quejíos de
Caracol y Antonio Mairena. Sabemos para averiguar la edad de un perro por
cuanto de los años humanos hay que multiplicar los suyos, pero ¿cómo calculamos
los de la tortuga? En este caso tengo la sensación de que es ella quien lleva
la cuenta de mis años. Máxima exponente del tiempo dormido entre nubes de
algodón que se desvanecen con la brisa de la tarde. Una tortuga más que un
animal de compañía es un animal de costumbres ancestrales. Lleva adherido a su
caparazón la eterna pena y el efímero gozo de los seres humanos. El tiempo
dormido y perdido para siempre.
domingo, 22 de septiembre de 2013
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