lunes, 2 de julio de 2012

En clave machadiana


Descubrí a don Antonio Cipriano José María Machado Ruiz, Antonio Machado, (Sevilla, 26 de julio de 1875 – Collioure, Francia, 22 de febrero de 1939) cuando todavía presumía que eran muchos los años que me quedaban por gastar y muchos los caminos que recorrer. Fueron no pocos los españoles que descubrieron a Machado a través de Serrat tomando cartas de naturaleza aquello de: “Todos los caminos de la verdad –poética- conducen a Antonio Machado”. Su hermano, Manuel (Machado), se nos configura como uno de los mejores poetas populares andaluces y, por extensión, quien más directamente entroncó con el solemne mundo de las letras flamencas (“Hasta que el pueblo las canta, las coplas coplas no son, y cuando las canta el pueblo, ya nadie sabe su autor”). Se merece por si solo un Toma de Horas y en ello estamos. Pero hoy toca hablar de un Antonio españoleando poéticamente por caminos y veredas. De poemas sublimes y profundos. Con la tristeza profunda del que sabe –sabía- la que se nos venía encima. Tertuliano de encuentros de Café con charlas reposadas e ilustradas (“Nuestro español bosteza. ¿Es hambre? ¿Sueño? ¿Hastío? Doctor, ¿tendrá el estomago vacío? –El vacío es más bien en la cabeza”). Poeta sublime de una España doliente y perdida por la sinrazón de los salvajes de turno. Machado, don Antonio, es el Poeta de los Poetas españoles que siempre buscaron a Dios de las dos mejores formas posibles: a través de la bondad humana y sondeando la belleza intemporal de la naturaleza plasmada en campos y mares. Machado fue un ejemplo de civismo en una España dominada por la barbarie. Poeta universal equiparable a los grandes poetas universales, nutre su poesía de la sutileza que dimana del paso del hombre por la Tierra. A lo largo de mi vida he leído y releído a Machado en numerosas ocasiones y asumo gozoso que cada vez descubro nuevos y hermosos matices en su poesía inmortal. Sus poesías completas configuran mi libro de cabecera y un día, espero que todavía lejano, enlazarán mis yertas manos en cruz. Me gustaría, eso si, antes de decirle definitivamente adiós a mi Ciudad –nuestra Ciudad de “Huertos claros donde maduran los limoneros”- repetir una nueva visita al bellísimo pueblo francés de Collioure donde reposan sus restos (espero que los dejen allí para siempre y que lo políticos se dediquen a la suyo: resolver y no complicar, aún más, la vida de la gente). Rendirle por última vez pleitesía a su vida y su obra, musitando entre dientes delante del mármol frío de su tumba: “Caminante, no hay caminos, se hace camino al andar. Al andar se hace camino, y al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar. Caminante son tus huellas el camino y nada más”. En tiempos tan convulsos como los actuales, cobra una especial dimensión profundizar en la poesía machadiana y reflexionar filosóficamente con su Juan de Mairena. Aunque nos duela, dejó dicho que aparte de venerar al Hijo de Dios crucificado tampoco estaría de más recordar al Hijo del Carpintero: “Aquel que anduvo en la mar”. También nos dijo, de manera clarividente, que a nuestra Ciudad -no pocas veces- les sobran muchos sevillanos de falso plumaje: “¡Oh, maravilla, Sevilla sin sevillanos, la gran Sevilla! / Dadme una Sevilla vieja / donde se dormía el tiempo / con palacios con jardines bajo un azul de convento”. Machado, don Antonio, no necesita ni quiere seguidores, prefiere libre-pensadores y gente, en el buen sentido de la palabra, buena. Nos duele, con Machado, España, Andalucía y Sevilla. Tierra, esta nuestra, donde a lo largo de la Historia los bandoleros tomaron mil formas distintas, pero todas alejadas del noble bandolerismo de antaño. Machado, don Antonio, hoy se nos muestra más necesario y actual que nunca. Leerlo, en paz con Dios y los hombres, es el mejor antídoto contra este mundo corrupto y especulativo. Lo dejó escrito bien claro: “Solamente el necio confunde valor con precio”.

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