Como cada jueves voy en un tren de cercanías a la bella localidad de
Dos Hermanas. Es la obligada, sentida y soñada visita a mis nietos. Siempre que
de nuevo los veo descubro nuevas facetas en sus personalidades que me nutren de
felicidad. La misma que nos resulta imprescindible para afrontar esto que
llaman el epílogo existencial. Ya se trata más bien de vivir para ver antes que
de vivir para que te vean. En la
Estación del Hospital Virgen del Rocío se suben al tren una
pareja que debe haber superado no hace mucho los cincuenta y cinco años de
edad. Van con destino a la
Utrera de las inmortales Fernanda y Bernarda. Se sientan
justo enfrente de mí con lo que posibilitan que camuflado en mis gafas de sol y
mis auriculares pueda observarlos con todo detenimiento. Ambos van impolutos y,
como diría mi madre, son bajitos de cuerpo. Rechonchos y coloraos como si los
hubieran llenado con la bimba de una bicicleta. El viste un polo rosa
reluciente y que parece imposible se le haya podido ajustar a su barriguita
cervecera. Completa su vestimenta con un pantalón vaquero y unos mocasines
azules. Ella lleva una falda vaquera, una blusa estampada y unos zapatos de
medio tacón. Mientras habla animadamente con una pareja sentada justo a mi lado
apoya su mano derecha en la rodilla izquierda de su marido. Este con unas gafas
sujetas en la punta de la nariz intenta descifrar los misterios que se originan
en su móvil. Las manos de ella son robustas y sintomáticas de haber trabajado
de lo lindo y de lo feo. Lleva un par de anillos en cada mano y un reloj de
pulsera de esos que más que las horas marcan los tiempos vividos. Por la vereda
de su canalillo que separa un rotundo par de pechos le cuelga una medalla de la Virgen de Consolación.
Mantienen un animado dialogo con sus vecinos de enfrente. El se ríe de manera
entrecortada con un jeje por contraseña. Ella lo hace de manera estentórea como
si la carcajada le naciera en los tobillos. Ambos tienen un sabor a pueblo en
el sentido más noble del término. Gentes de verdad en una sociedad donde
prevalece y manda la mentira. Se les nota contentos, felices y compenetrados y,
a que dudarlo, sus vidas habrían sido cualquier cosa menos fáciles. Me
conmueven por mostrarnos que la verdadera felicidad no está en el continente
(las pertenencias) sino en el continente (el cariño). Me bajo en la Estación de Dos Hermanas
y los dejo camino de su Utrera de amores y desvelos. Era un jueves del pasado
mes de septiembre y no se que causas de la mente me han hecho recordarlos ahora
que el año camina hacia su final de días, horas y momentos. Felices ante la
vida.
domingo, 7 de diciembre de 2014
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