Resulta curioso como cuando ya
estás dentro de eso que antes llamaban vejez y ahora Tercera Edad tengas una perspectiva sentimental y nostálgica tan
cercana de tus ancestros más mayores. Repasas la edad en que fallecieron tus
abuelos y nunca como ahora te sientes tan próximo a ellos. Mi abuela Teresa murió cuando contaba ochenta y
siete años de edad. Fue una luchadora impresionante que se quedó viuda cuando
contaba cuarenta y tres años de edad. La herencia que recibió fue la de tener
que sacar adelante a seis hijos (el que hubiera sido el séptimo se murió a los
tres meses de nacer). No era tan solo
bondadosa sino más bien podría decirse que la bondad tomó forma en su pequeño
cuerpo de mujer siempre enlutada. Cuando
falleció ya solo le vivían tres de sus hijos (mi tío Víctor, mi tía Carmela y
mi padre) habiendo tenido que enterrar a las edades más dispares a cuatro
descendientes. Era una mujer con un
temple extraordinario y siempre proclive a buscar la luz entre las tinieblas. La
Virgen de la Candelaria era su principal soporte vivencial
y junto con el Gran Poder sus máximos
referentes devocionales. Era una pertinaz lectora que el poco tiempo que le
dejaba libre sus múltiples tareas lo dedicaba a la gran pasión de su vida: la
lectura. Cuando murió yo tenía dieciséis
años de edad y recuerdo su entierro como uno de los días más tristes de mi
vida. Ahora, cuando ya he rebasado los setenta años de existencia, me siento
con una cercanía hacia su persona como antes nunca sentí. La memoria siempre es
selectiva y tiende a recordar personas queridas y situaciones gozosas. No tengo muy claro si son como las recordamos o el paso del tiempo y
los años han hecho que las idealicemos. Tampoco esto tiene mayor importancia. El
ciclo de la vida siempre está en permanente movimiento. Si las recordamos con
cariño será por dejar en nosotros una huella sentimental imborrable. Viven y
vivirán eternamente en nuestras vidas.
Juan Luis Franco – Miércoles
Día 22 de Marzo del 2017
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