“La infancia a veces me envía postales”
- Michael Kruger -
Durante los años de mi infancia y primera juventud me crucé con ella en multitud de ocasiones en la Plaza de las Mercedarias. Aquel entorno era el epicentro de mis juegos infantiles callejeros y ella era una monja (las mujeres de la generación de mi madre siempre se referían a ellas como “las monjitas”) del cercano Convento de las Mercedarias Descalzas (establecido allí desde 1633). Era una muchacha menudita y andaba con pasitos cortos y rápidos. Parecía, más que una monja de almanaque, un pajarillo frágil caminando por los senderos de Dios. Siempre portaba una amplia bolsa negra que le prendía de su brazo derecho. Entre su carita de blanca porcelana y sus alpargatas de esparto no debía haber más de un metro sesenta de distancia. Era la única autorizada en la Congregación para salir a la calle y así poder resolver problemas mundanos. Muchas veces tenía que sortear nuestros salvajes partidos de “pelota” y andar alerta ante el evidente riesgo de recibir algún pelotazo. Nunca pude hablar con ella y tratar de desentrañar en parte el enigma que se enmarañaba en mi febril ensoñación infantil. Sus estrictas reglas le impedían mantener contactos con el mundo exterior (salvo en aquellos asuntos que propiciaban sus diarias salidas). Siempre me fascinó el onírico mundo de las monjas de clausura. Llevan la introspección a través de los procesos reflexivos hasta sus más altas cotas de espiritualidad. Para ellas vivir consiste en rezar, meditar, laborar, comer y dormir poco. Cuidar con esmero el convento y ejercer la caridad cristiana en su más noble expresión. Sembrar el huerto, coser, bordar, elaborar dulces celestiales y cantar a Dios en sus coros de voces angelicales. Los hombres, independientes de inclinaciones, profesiones y vocaciones, siempre necesitan tener a mano para realizarse la ambición del poder. Las mujeres, en no pocas ocasiones, solo necesitan tener cerca al de Nazaret y a su bendita Madre. Mi monja (si se me permite la licencia) siempre será aquella frágil muchacha de tez blanquecina y cuerpo menudo. Suelo pasar con relativa frecuencia por aquella zona buscando lo imposible: las huellas del ayer. La “magdalena de Proust” en clave mercedaria. Un día, hace ya algunos años, la vi bastante avejentada apoyada en un bastón en la puerta del convento. Estaba acompañada de una pareja joven y supongo que serían familiares que se habían pasado a visitarla. Conversaban justo debajo del Sagrado Corazón de Jesús de la entrada y, los tres, componían una imagen propia del maestro Luis Buñuel. Ignoro si ya estará definitivamente con Dios o si todavía lo seguirá buscando por los senderos terrenales. Estas personas, casi sin uno proponérselo, configuran una parte ineludible de nuestra memoria sentimental. Nunca sabré su historia ni ella sabrá tampoco que, desde la cercanía donde se funden tiempo y espacio, estará siempre ligada a mi niñez.
Una más que interesante serie televisiva de don Antonio Gala se titulaba: ¡Si las piedras hablaran! Ellas, las piedras, son eternas y mudas. Nosotros, aves parlanchinas de paso. ¡Qué de cosas necesitan los hombre para existir y cuán pocas las mujeres para vivir!
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