La conozco desde hace más de treinta años. Es una mujer, vecina de mi
calle, con la que cuando me cruzo cada mañana intercambio un educado saludo. No
se su nombre pero si a que dedica el tiempo libre. Tiene un hijo y su marido
hace –o mejor hacía- chapuces por los pisos de esta deteriorada e irreconocible
Barriada de Pino Montano. Es una mujer más que delgada enjuta, de pelo corto
casi varonil, austera en el vestir y de pasos cortos y rápidos. Siempre que la
he visto porta una enorme bolsa de las de llevar y sobre todo traer cosas. Sale
de su casa sobre las ocho de la mañana y nunca vuelve antes de las nueve de la
noche. La he visto salir de más de una casa señorial del Centro a las que acude
a lavar, limpiar, planchar, coser y cocinar. Estoy seguro de que en sus gastos
cotidianos nunca han formado parte los afeites, cosméticos y potingues. Mucho
menos los concernientes a las sesiones de peluquería. Las pocas veces que he
coincidido con ella dentro de un establecimiento me he fijado en sus manos.
Callosas, rugosas y deformadas por el duro trabajo cotidiano. Habla
educadamente y casi sin levantar la cabeza como si el hecho de estar viva
tuviera que agradecérselo a los demás. Ya debe haber sobrepasado los cincuenta
años de edad aunque su físico se encarga de sumar años vividos y trabajados.
Estas tardes, donde ya los días se resisten a abandonar su halo de luz, la veo
pasar desde mi terraza. Trae el cansancio reflejado en sus andares y la enorme
bolsa casi la arrastra por los suelos. En más de una ocasión he estado a punto
de pararla y decirle que valoro y admiro profundamente su lucha. Que desde niño
pude comprobar que mi madre también fue, como ella, una luchadora por la
supervivencia. Pero, ¿quién soy yo para entrometerme en su vida? Para los políticos de cualquier signo o
condición estas mujeres no cuentan en absoluto. Las difuminan en datos
estadísticos que es donde mejor se encuentran escabulléndose de los problemas
reales de las personas. Mujeres, tristes luchadoras procurando que en sus casas
no falte nunca el pan ni la decencia. El ocio para ellas consiste en descansar
para volver a la carga a la mañana siguiente. Un día serán vencidas
definitivamente por el paso de los años. Nadie se acordará de ellas y ningún
colectivo feminista reivindicará su dura lucha.
Pasarán por la vida deprisa y sin molestar. Su existencia se fraguó
entre caminatas, autobuses, cacerolas, peroles, costuras, fregonas y planchas. Cuando
dejemos de verlas también nosotros dejaremos de vernos en el espejo de la
decencia. Luchadoras por la supervivencia.
Ángeles terrenales a los que sin dudar Dios les tendrá reservado un
sitio de privilegio. Nadie hablará de nosotros cuando hayamos muertos y de
ellas menos todavía.
domingo, 23 de junio de 2013
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