Los seres humanos somos imperfectos por así determinarlo nuestra propia
naturaleza. Un compendio en nuestra
andadura terrenal de luces y sombras. La
perfección no existe ni incluso en la suprema obra del Dios Padre. Acertamos y
erramos. Nos caemos y nos levantamos. Herimos y nos hieren. Queremos y nos
quieren. Hacemos padecer y nos hacen sufrir a nosotros. Provocamos y somos provocados. Amamos y somos amados.
Enfermamos y sanamos. Todo envuelto en
una cierta dualidad que, para los que aún la conserven, tendrá a la conciencia
(y a Dios para los creyentes) como juez supremo. Dejar en nuestro paso por la
tierra una estela de bondad, solidaridad y cariños compartidos debía ser nuestro
principal objetivo. Ser recordado en definitiva como una buena persona se nos debe
configurar como nuestra meta más noble. Siempre será preferible equivocarse de
buena fe que acertar a través de la inquina. Ser bien recibido en todas las
casas es tarea tan imposible como utópica. Puede que sea verdad que el
equilibrio de nuestra personalidad sea el resultado de sumar dos mitades. La mitad de bueno que nos consideran nuestros
amigos sumada a la mitad de malo que argumentan nuestros adversarios. Los “triunfadores”
siempre llevan en su equipaje a la envidia como inseparable compañera. Los que logran destacar sin “padrinos” y tan solo gracias a su propio
esfuerzo (algo que en este país es bastante complicado) paralelamente siempre
necesitan hacerse perdonar. Si eres un “donnadie”
tienes asegurada una cierta benevolencia con tus errores y desatinos. Entran en tu vida sin invitarlos a entrar
para ver que aspectos nos les cuadra o que merece ser desactivado y mejorado. Se
niegan a considerarse imperfectos y eso, inevitablemente, los deshumaniza.
Juan Luis Franco – Lunes Día 19 de Septiembre del 2016
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