Dice -escribe- Manuel Fraijó
que: “Un mundo que niega la felicidad a
seres dignos de ella y se le otorga a las que no la merecen no puede ser la
máxima expresión de lo que nos cabe esperar”. Bien cierto es. Vemos, con demasiada
frecuencia, que personas envilecidas hasta la médula y que han amasado sus
fortunas a costa de generar miseria en los demás son tocadas con la varita
mágica de la felicidad. Otras, en
cambio, que han sido el paradigma de la bondad y la decencia son tratadas de
manera inmisericorde por la vida y sus circunstancias. Se nos presenta una
simple ecuación que tan solo la fe en su trascendencia puede aclararnos: maldad
igual a castigo y bondad igual a premio.
Si el círculo de la vida se cierra definitivamente cuando dejamos de
respirar todo carecería de sentido. Tenemos la necesidad de esperar que lo
justo esté siempre por llegar. Las
consecuencias de nuestros actos no pueden caer en saco roto salvo que tengan
razón los racionalistas. Cuando la maldad es premiada y la bondad castigada
solo nos queda confiar en que todos los ciclos continuarán abiertos para
enmendar las arbitrariedades humanas. Ahí es donde cobra su verdadera
importancia un Dios justo y
poderoso. Intelectualmente, por
desconocimiento, no podemos elucubrar sobre el “más allá” y bastante tenemos con descifrar el “más acá”. La fe, aparte de
para mover montañas, debe servirnos para creer en una trascendencia que escapa
a nuestra razón pero no a nuestros sentimientos. Decían los antiguos que: “Quien la hace la paga…aquí o en el otro mundo”. Así lo esperamos y vivimos
con la Esperanza de que la bondad al final sea premiada
y la maldad castigada. Nada es eterno
salvo la eternidad. Sin la Resurrección de Jesús la Historia de la Humanidad caminaría sin más horizonte que la
tragedia y la desesperanza.
Juan Luis Franco – Lunes Día 19 de Diciembre del 2016
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