Desde temprana edad él supo despejar la eterna incógnita existencial de “si vivir para comer” o, si por el contrario, “comer para vivir”. Decía, que si aguantábamos el duro yugo del trabajo para comer y dar de comer a los nuestros cada día, ¿qué podía existir pues más importante que la comida? Es de esos entrañables amigos que curiosamente poco o nada tienen en común con nosotros. Pero, eso si, conservamos su amistad como oro en paño o, mejor en este caso, como ristras de chorizo casero. Le ataca a todos los frentes: dulce, salado, esponjoso o seco. Cualquier momento del día –y de la noche- es bueno para ejercitar las mandíbulas, triturando cualquier producto alimenticio que tenga a mano. Nunca se casó este empedernido comilón a pesar de mantener un tedioso e interminable noviazgo con una vecina –hermosísima muchacha en flor- de mi Casa. “Tampoco -se diría para sus adentros- es plan de compartir frigorífico con nadie”. Figura, por derecho propio, en el Libro Guinness de los record: se zampó ¡26 croquetas caseras!, cocinadas con los gloriosos restos de un no menos glorioso puchero de su santa madre. Fue en el transcurso de la transmisión televisiva de un Sevilla-Oviedo. Luego, se llevó un par de horas sin poder moverse del sofá. Petrificado por una sobredosis “croquetera”, con los ojos en blanco y sin poder emitir palabra alguna. Disfruta comiendo al igual que políticos y banqueros disfrutan “jodiendonos” la vida. De manera sorprendente nunca tuvo sobrepeso a lo largo de su comilona vida. Misterios de la naturaleza humana explicitadas por cuestiones metabólicas o del sistema nervioso. Trabajó toda su vida –donde si no- en tiendas relacionadas con la alimentación. Ya está jubilado felizmente y puede dedicar una parte nada desdeñable de su existencia al noble ejercicio de yantar y “privar”. Vive con su hermana Rosario -viuda sin hijos de pena honda- y, lógicamente, él lleva en exclusiva las tareas hogareñas relacionadas con ollas, peroles, platos, vasos, cuchillos, cucharas y tenedores. Siempre que me lo encuentro, casi siempre en los alrededores del Mercado de la Encarnación, me termina hablando de sus variopintos guisotes. Se le iluminan los ojos cuando te comenta las excelencias de sus dotes cocineriles. Fritos y refritos; salsas y condimentos y, todo la relacionado con el arte de la cocina, no tienen secretos para él. Al igual que Santa Teresa de Jesús, él ha encontrado a Dios y a la belleza entre los peroles. Come y come y siempre tiene en estado de alerta a sus papilas gustativas. Cuando se nos muera -que quiera Dios sea dentro de muchos años- y lo incineren, no me extrañaría que le añadan a la incineración un ajito picado y una pizca de sal. Morirse, por morirse, mejor hacerlo soñando con la antigua Casa Marciano. Siempre hartos antes que hambrientos. ¡Comilones del mundo uníos!
lunes, 7 de mayo de 2012
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