La belleza, la extrema belleza, es frágil por su composición y efímera por su configuración. De manera más que acertada siempre se situó el epicentro de la belleza existencial en torno a la juventud. La niñez es ilusión; la madurez frustración; la vejez resignación y, la juventud esplendor. La adolescencia es una edad que, si dimana de una infancia feliz, está llena de momentos bellos e ilusionantes. Primeros amoríos; expectativas de futuro; esbeltez en cuerpos y almas: la belleza en definitiva en toda su plenitud. Todo está por estrenarse y el mundo siempre gira alborozado en torno a la juventud. También es verdad que, aún sin percatarse, ya planean sobre sus cabezas las sombras de lo efímero y lo frágil. Una vida se extingue cuando concluye con el paso de los años y se rompe cuando termina en los albores de la juventud. Cuando enterramos a un joven la vida se instala en la irracionalidad de la pena amarga. Sevilla es una Ciudad hermosísima y, por ende, tremendamente proclive a la fragilidad. Su Semana Mayor, que representa la cima de su belleza, siempre está –y estará- cogida con los alfileres de lo meramente circunstancial. Una lluvia a destiempo; una mala gestión política, clerical o corporativa, o un grupúsculo de vándalos, y todo puede irse al traste. Lo bello solo se eterniza cuando, con el paso de los años, los corazones dejan de latir y se eternizan, a través del clasicismo, en Música; Pintura; Escultura; Cine; Literatura; Teatro… Es una belleza testimonial del paso de los genios por la Tierra y de la existencia de Dios a través de su soplo divino. Las tradiciones, siempre las nobles tradiciones, como ejes vertebradores de nuestro epicentro cultural y sentimental. Sevilla, a pesar de los terroríficos desmanes cometidos a lo largo de su Historia contra su Patrimonio, se mantiene en pie soñando siempre con tiempos mejores. Nunca, lamentablemente, terminan por llegarle. La belleza de la Ciudad es un halo intemporal que se nutre del aliento de los sevillanos. De aquellos que no se limitan tan solo a pisar su corteza terrestre. A tomar, disfrutando y padeciendo, el trozo urbano que geográfica y políticamente les corresponde. Habitarla no es solo trabajar en ella (también convendría trabajar “por” ella). Compartir tertulias en bares o tabernas. Ir al Fútbol o los Toros. Salir de nazareno. Ir de compras. Llevar los niños al “cole”, o desplazarnos por sus arterias como buenamente podamos, forma parte de lo que se conoce como la cotidianidad pero peligrosamente queda excluida la posibilidad de, aparte de habitarla, vivirla. Sevilla se mueve inmersa en un frágil péndulo que la hace gravitar peligrosamente desde lo bello e intemporal hacia la ordinariez y la vulgaridad. No se trata de salir a la calle provistos de lanzas y escudos dispuestos a defender la Ciudad. Solo basta con que nos consideremos comprometidos embajadores de sus excelencias. Observo con verdadero placer que aumenta cada día el número de personas foráneas que nos visitan. Dicen las encuestas que se van encantados y consiguen, en el “boca a boca”, atraer a nuevos visitantes. Corren malos tiempos para casi todo, y no podemos permanecer impasibles antes los desmanes que se cometen contra lo verdaderamente sustancial. Sevilla es la Ciudad del paro; la droga; el vandalismo; el enchufismos; el figuroneo y, algunos casos que recordar no quiero. Pero sigue siendo la Ciudad más bella del mundo. No son elucubraciones que nacen del “chovinismo” sino una constatación acorde con los canones de lo singularmente bello.
Sevilla será lo que nosotros queramos que sea. Las flores de un jardín, sin jardinero que las cuide, se terminan marchitando arrulladas por el lamento de los poetas.
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