martes, 30 de septiembre de 2014

Cuentos de azotea: 6. Pintor que fumas con amor



     
Los seres humanos (me gusta más llamarlos personas) pasan sus vidas enredados entre las devociones, las obligaciones, los sentimientos y las pasiones. Fernando Paredes Pintadas siempre tuvo como devociones al Sevilla FC y a la marihuana (el siempre la llamaba grifa). Las obligaciones las cubría con su profesión de pintor de brocha gorda pero, eso si, de los mejorcitos de toda la Ciudad.  Sus sentimientos los repartía entre su familia (con sus nietos a la cabeza) y sus numerosos y fieles amigos. Sus pasiones se enredaban casi siempre entre las mujeres y las canciones de su ídolo Antonio Machín. Hubo una época de bonanza económica donde Fernando era requerido de continuo para pintar todo lo susceptible de ser pintado. Pisos, casas, fachadas y azoteas eran sutilmente mejorados por la insigne brocha  de Fernando. Pintor que pintas con amor…

    Para hacer más llevadero los días se fumaba un paquete de “Cheste” diario, tres porros y se bebía no menos de seis cervezas diarias. Su afición por la “María” le vino cuando de joven hizo la mili en la Legión por tierras ceutís.  Decía que bajo ningún concepto convenía pasarse de tres porros al día por aquello de que no le creara adición. Tan solo en una ocasión su “afición” a la yerba estuvo a punto de darle un serio disgusto. Se dejó engatusar por dos “prendas” de la Plaza del Camello para crear una pequeña plantación de marihuana en el Parque de los Besos Robados. La cuestión era que dado el precio al que se estaba poniendo la “María” era mejor buscarse recursos propios. Entre la cantidad de plantas existentes en el Parque y la supina ignorancia floral de la gente la cosa podía funcionar sin problemas.  Todo iba bien hasta que una mañana de domingo un perro les jodió el invento. Se adentró el animal en la plantación y empezó a olisquear y morder algunas ramas. El resultado fue que ante la sorpresa de propios y extraños el can, a pesar de que estábamos en otoño,  se tiró de cabeza al agua de un estanque cercano y empezó a nadar como un poseso loco de alegría. La policía intervino y llegó a la conclusión de que aquello les olía mal: concretamente a yerba. Fueron detenidos los responsables de aquella plantación de “cigarritos de la risa” y, afortunadamente, Fernando solo fue acusado de complicidad.  “Una y no más” se dijo este pintor de paredes, consumidor de boleros de don Antonio Machín y de otras sustancias más nocivas.

     El pasado sábado enterramos a Fernando tres días después de cumplir los setenta y cinco años de edad. Allí estaba de cuerpo presente este antiguo “Novio de la Muerte” dispuesto a pelar la pava con ella para siempre. Aquel día los almacenes de pintura y las redes del Sánchez Pizjuán se sentirían  algo más huérfana. Los pintores mojarían al compás de boleros sus brochas en las latas de Titanlux. El aire de la mañana se llenaría de olores a tabaco rubio y al “verde que te quiero verde”. Todas las adiciones son malas y la de las drogas (incluso las llamadas blandas) son dañinas y terminan esclavizando cuerpos y almas. Pero Fernando, más que un drogadicto al uso, era un consumidor de sueños y falsos paraísos oníricos. Tenía unas costumbres irrenunciables y siempre decía que, sin hacerle daño a nadie, cada uno está legitimado para escribir en primera persona el guión de su vida.  Cada hijo de vecino la vive  a su manera y al final siempre será la bondad quien gane o pierda batallas. Tenemos la irresistible tendencia de fiscalizar la vida de los demás sin permitir que nadie se meta en la nuestra.
    Vamos poniendo etiquetas de buenos o malos en función de nuestra manera de entender la vida y sus cosas. Cada uno es victima y verdugo de su propia historia y siempre terminarán aflorando las contradicciones. Fernando siempre se nos presentó como un alma candida y generosa y mala cosa sería recordarlo tan solo por sus debilidades. Fue feliz y, lo más importante, hizo más felices a familiares y amigos.

    Dos gardenias para este niño-grande que daba brochazos al aire a golpes de angelitos negros y cantaba  goles en el antiguo Nervión. En su último día en la tierra vimos aparecer por el Cementerio a sus dos “colegas” de plantación portando una corona en forma de corazón. La cruzaba un lazo celeste con la siguiente leyenda: “Las plantas del parque y sus plantadores nunca te olvidaremos. Descansa cuanto puedas y procura volver pronto”. Su viuda no pudo reprimir las lágrimas y alguien fruto de la nerviosera preguntó al que tenía mas cerca: “No tendrá usted  un cigarrito por casualidad”.  Desde la cercana parada de taxis llegaron los ecos cubanos de un bolero: “No me vayas a engañar di la verdad, di lo justo, a lo mejor yo te gusto, y quizás sea bien para los dos”. Ya poco más, tan solo un humo gris saliendo de una chimenea para que todo vuelva a su ser: venimos del polvo y todos, al final, terminamos convertidos en polvo. Humo y polvo; polvo y humo como ejemplos paradigmáticos del Alfa y Omega de la existencia humana.

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