A lo largo y ancho de su vida
había sido de todo sin llegar a
completar nunca nada. Un banderillero que nunca llegó a torear
con picadores. Un futbolista que tan solo logró jugar en Regional Preferente.
Un músico que tocaba varios instrumentos sin llegar a dominar ninguno del todo.
Un poeta que solo logró leer sus poemas, con algunos bostezos de fondo, en la
sevillana “Noches del Baratillo”. Un amante incorregible que después de
terminar cinco relaciones de pareja había terminado viviendo solo. Un bohemio
de la noche al que siempre le terminaba atrapando los luminosos amaneceres. Un
frustrado cantaor de Flamenco que notaba al primer quejío como la gente
recordaba que tenía el coche mal
aparcado. Un seminarista que nunca celebró su primera misa ya que era un asiduo
habitual de los prostíbulos. Un estudiante
que solo consiguió el Graduado Escolar a través de una recomendación. Un
empresario cuyos proyectos dormían el placido sueño del olvido en el cajón de
algún Director de sucursal bancaria. Un padre (sin hijos) pendiente de
que alguien le dijera en un Hospital
que, por fin, ya lo había sido.
Persona, eso si, con una secular
perseverancia y al que Dios parecía perdonar todos sus desatinos. Era como si
el Sumo Hacedor le dijera: “Venga inténtalo de nuevo a ver si ahora aciertas”. Se
levantaba cuantas veces se caía y volvía a empezar para equivocarse de nuevo.
Su vaso nunca estaba ni medio lleno ni medio vacío sino vacío del todo pues
siempre se lo terminaba bebiendo. De
continuo se preguntaba si era verdad que
todas las personas sirven para algo… ¿para qué puñetas servía él? Decían que todos los humanos tienen un don
pero… ¿cuál era el suyo? Se rebanaba los sesos buscando la respuesta y no lograba
encontrarla. Habitaba un piso, heredado de sus padres, en la calle Bamberg
sevillana. Sus dos hermanos, desahogados económicamente, se preocupaban de cubrirle todas sus
necesidades.
Vivía solo sin más compañía que
un gato de angora peludo y blanco como la nieve de Sierra Nevada. Un animal arisco
como él solo y poco dado a los saludables ejercicios. Gracias a su gato –más
bien gata- al fin encontró lo que a la postre sería su profesión-afición y
aporte de grandes satisfacciones. El coleccionismo de latas de todas las clases
y formas. La afición le llegó cuando al rajarse el plato de plástico donde
comía su gata la apañó, de momento, con una gran lata vacía. La limpió profusamente y perfiló con esmero las aristas para que, al
comer, no se cortara su gata “Taranta”.
Poco a poco fue adquiriendo en tiendas y supermercados toda clase de
latas. Daba igual que le gustase o no su contenido. Lo importante era que
variaran de forma y tamaño. Las compró de bonito en escabeche; Coca-Cola;
albóndigas con tomate; pimientos
morrones; caballa en aceite de oliva; atún en aceite vegetal; anchoas del
Cantábrico; leche condensada; mejillones en escabeche; tomate frito; pulpo a la
gallega; fabada asturiana; callos a la
madrileña….todas le valían aunque tuviera que tirar a la basura el contenido de
algunas de ellas. Se alimentaba preferentemente de productos enlatados y las
bolsas que portaba del cercano “SuperSol” eran ciertamente pesadas y difíciles
de llevar. Le daba igual. Todo fuera por la causa de acumular latas y latas. Las abría y luego las limpiaba, perfilaba y
pintaba con una gran pulcritud. Les quedaban perfectamente rematadas y a la
finalización de cada una no podía dejar de esbozar una sonrisa de satisfacción.
Las tenía por cientos y cada día
la colección aumentaba de una manera considerable. El problema del espacio
donde acumular tantas latas era algo que aumentaba cada día. Un dilema de muy
difícil solución.
Pero él seguía adecentándolas y dándoles un toque de calidad artística a
aquellos objetos metálicos. La cuestión
era no decaer y poder seguir dando la lata. Al final, y después de muchos años, había
encontrado su verdadera vocación.
Se esmeraba más cada día y le salían perfectamente rematadas con unos
arabescos dignos de admiración. Las latas poco a poco fueron copando toda la
casa. Desde la cocina hasta el balcón o desde el baño a la azotea todo estaba
repleto de latas multicolores. Perfectamente alineadas como soldaditos de
plomos prestos para librar una incruenta batalla. A unas les daba forma de
ceniceros. Otras para tirar los huesos de las aceitunas o como bebedero de
pájaros. Algunas como posavasos e incluso preparó unas alargadas para que
cayeran al ser cortadas los trozos de las uñas de los pies.
Vivía por y para sus latas y animado por algunos amigos, y por la
necesidad de crear nuevos espacios, empezó a comercializarlas. Estancos, tiendas de souvenirs, centros
comerciales, bares y también algunos hoteles empezaron a interesarse por ellas.
Resultaban muy atractivas y cada una llevaba en su interior un pequeño guión
para su correcto uso. Hasta los “chinos “residentes en la Ciudad y poseedores del setenta por ciento de las
tiendas se dejaron querer (tuvieron, eso si, que aclararles a sus orientales
esposas que cuando hablaban de traer “latas” a los negocios no se trataba de
adquirir roedores). La casa siempre
desprendía un fuerte olor a pintura y cualquier pérdida de equilibrio en la
misma representaba un enorme estruendo. Tropezar con las latas (por el ruido)
era motivo de sobresalto de los vecinos más cercanos. Le encargó a un sobrino la gestión
administrativa-comercial del negocio de las latas. Él bastante trabajo tenía
con pintar y pintar de manera ininterrumpida todas las latas que llegaban sus
pinceles. Incluso le han propuesto hacer una exposición en el sevillano Círculo
Mercantil e Industrial. El titulo de la misma sería “Dar la lata en clave
sevillana”. Ha comenzado a mandar las
invitaciones y, como era de esperar, en primer lugar las ha mandado a “Albo”,
“Litoral”, “Isabel”, “Coca-Cola” y “Consorcio”.
El coleccionista de latas se ha
puesto en movimiento y ya no hay quien lo pare. El mundo bien cabe en una lata
de atún blanco en salsa picantona.
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