viernes, 31 de octubre de 2014

Cuentos de Azotea: 7. El coleccionista de latas









A lo largo y ancho de su vida había sido de todo sin llegar  a completar nunca nada.         Un banderillero que nunca llegó a torear con picadores. Un futbolista que tan solo logró jugar en Regional Preferente. Un músico que tocaba varios instrumentos sin llegar a dominar ninguno del todo. Un poeta que solo logró leer sus poemas, con algunos bostezos de fondo, en la sevillana “Noches del Baratillo”. Un amante incorregible que después de terminar cinco relaciones de pareja había terminado viviendo solo. Un bohemio de la noche al que siempre le terminaba atrapando los luminosos amaneceres. Un frustrado cantaor de Flamenco que notaba al primer quejío como la gente recordaba  que tenía el coche mal aparcado. Un seminarista que nunca celebró su primera misa ya que era un asiduo habitual  de los prostíbulos. Un estudiante que solo consiguió el Graduado Escolar a través de una recomendación. Un empresario cuyos proyectos dormían el placido sueño del olvido en el cajón de algún Director de  sucursal  bancaria. Un padre (sin hijos) pendiente de que alguien le dijera en un Hospital  que, por fin, ya  lo había sido.

    Persona, eso si, con una secular perseverancia y al que Dios parecía perdonar todos sus desatinos. Era como si el Sumo Hacedor le dijera: “Venga inténtalo de nuevo a ver si ahora aciertas”. Se levantaba cuantas veces se caía y volvía a empezar para equivocarse de nuevo. Su vaso nunca estaba ni medio lleno ni medio vacío sino vacío del todo pues siempre se lo terminaba bebiendo.  De continuo se preguntaba  si era verdad que todas las personas sirven para algo… ¿para qué puñetas servía él?  Decían que todos los humanos tienen un don pero… ¿cuál era el suyo? Se rebanaba los sesos buscando la respuesta y no lograba encontrarla. Habitaba un piso, heredado de sus padres, en la calle Bamberg sevillana. Sus dos hermanos, desahogados económicamente,  se preocupaban de cubrirle todas sus necesidades.

    Vivía solo sin más compañía que un gato de angora peludo y blanco como la nieve de Sierra Nevada. Un animal arisco como él solo y poco dado a los saludables ejercicios. Gracias a su gato –más bien gata- al fin encontró lo que a la postre sería su profesión-afición y aporte de grandes satisfacciones. El coleccionismo de latas de todas las clases y formas. La afición le llegó cuando al rajarse el plato de plástico donde comía su gata la apañó, de momento, con una gran lata vacía.  La limpió profusamente y  perfiló con esmero las aristas para que, al comer, no se cortara su gata “Taranta”.  Poco a poco fue adquiriendo en tiendas y supermercados toda clase de latas. Daba igual que le gustase o no su contenido. Lo importante era que variaran de forma y tamaño. Las compró de bonito en escabeche; Coca-Cola; albóndigas con tomate;  pimientos morrones; caballa en aceite de oliva; atún en aceite vegetal; anchoas del Cantábrico; leche condensada; mejillones en escabeche; tomate frito; pulpo a la gallega; fabada asturiana;  callos a la madrileña….todas le valían aunque tuviera que tirar a la basura el contenido de algunas de ellas. Se alimentaba preferentemente de productos enlatados y las bolsas que portaba del cercano “SuperSol” eran ciertamente pesadas y difíciles de llevar. Le daba igual. Todo fuera por la causa de acumular latas y latas.  Las abría y luego las limpiaba, perfilaba y pintaba con una  gran pulcritud.  Les quedaban perfectamente rematadas y a la finalización de cada una no podía dejar de esbozar una sonrisa de satisfacción.
    Las tenía por cientos y cada día la colección aumentaba de una manera considerable. El problema del espacio donde acumular tantas latas era algo que aumentaba cada día. Un dilema de muy difícil solución.    

   Pero él seguía adecentándolas y dándoles un toque de calidad artística a aquellos objetos metálicos.  La cuestión era no decaer y poder seguir dando la lata.  Al final, y después de muchos años, había encontrado su verdadera vocación.

   Se esmeraba más cada día y le salían perfectamente rematadas con unos arabescos dignos de admiración. Las latas poco a poco fueron copando toda la casa. Desde la cocina hasta el balcón o desde el baño a la azotea todo estaba repleto de latas multicolores. Perfectamente alineadas como soldaditos de plomos prestos para librar una incruenta batalla. A unas les daba forma de ceniceros. Otras para tirar los huesos de las aceitunas o como bebedero de pájaros. Algunas como posavasos e incluso preparó unas alargadas para que cayeran al ser cortadas los trozos de las uñas de los pies.

   Vivía por y para sus latas y animado por algunos amigos, y por la necesidad de crear nuevos espacios, empezó a comercializarlas.  Estancos, tiendas de souvenirs, centros comerciales, bares y también algunos hoteles empezaron a interesarse por ellas. Resultaban muy atractivas y cada una llevaba en su interior un pequeño guión para su correcto uso. Hasta los “chinos “residentes  en la Ciudad y poseedores del setenta por ciento de las tiendas se dejaron querer (tuvieron, eso si, que aclararles a sus orientales esposas que cuando hablaban de traer “latas” a los negocios no se trataba de adquirir  roedores). La casa siempre desprendía un fuerte olor a pintura y cualquier pérdida de equilibrio en la misma representaba un enorme estruendo. Tropezar con las latas (por el ruido) era motivo de sobresalto de los vecinos más cercanos.  Le encargó a un sobrino la gestión administrativa-comercial del negocio de las latas. Él bastante trabajo tenía con pintar y pintar de manera ininterrumpida todas las latas que llegaban sus pinceles. Incluso le han propuesto hacer una exposición en el sevillano Círculo Mercantil e Industrial. El titulo de la misma sería “Dar la lata en clave sevillana”.  Ha comenzado a mandar las invitaciones y, como era de esperar, en primer lugar las ha mandado a “Albo”, “Litoral”, “Isabel”, “Coca-Cola” y “Consorcio”.

    El coleccionista de latas se ha puesto en movimiento y ya no hay quien lo pare. El mundo bien cabe en una lata de atún blanco en salsa picantona.

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