Era su segundo año de profesor en Oxford donde daba clases de Literatura española. Formaba parte de lo mejorcito de la bien llamada “Generación perdida”. Aquella tarde gris y plomiza del largo otoño londinense reunió a un selecto grupo de alumnos para hablarles de Luis Cernuda. Cuando rompieron filas y se marcharon gozosos de formar parte de un ejemplar entramado cultural y didáctico, él se quedó un rato a solas con sus recuerdos. Por una ventana lateral veía un amplio y cuidado jardín que, el tono grisáceo de la tarde, no hacía más que resaltar su honda belleza huérfana de soles y lunas. Bajó la mirada y vio sobre la mesa un ejemplar del “Ocnos” de Luis Cernuda. El mismo que le había servido para ilustrar la clase. Lo abrió al azar y desembocó inexorablemente en “El Tiempo”. Empezaba así: “Llega un momento de la vida cuando el tiempo nos alcanza (No sé si expreso esto bien). Quiero decir que a partir de tal edad nos vemos sujetos al tiempo y obligados a contar con él, como si alguna colérica visión con espada centelleante nos arrojara del paraíso primero, donde todo hombre una vez ha vivido libre del aguijón de la muerte. ¡Años de niñez en que el tiempo no existe! Un día, unas horas son entonces cifras de la eternidad. ¿Cuántos siglos caben en las horas de un niño?”. Sintió la distancia morderle en su pecho como las enamoradas sienten clavadas en el suyo las flechas del desamor. Era un hombre feliz tanto en su vida personal como en la profesional. La vida se le había mostrado generosa y él había sabido corresponderla. Pero aquella tarde comprendió que lo estaba atrapando el fantasma de la distancia. Se le vino a la memoria cuando era un monaguillo requetepeinado cogido de la mano de su padre camino de La Trinidad. Cuando después de ver entrar a la Virgen de los Reyes se sentaba con sus abuelos en algún bar del Arenal para comerse los mejores “calentitos” del mundo. Sus andanzas escolares por el Santo Tomás de Aquino. Su primera salida de nazareno trinitario orgulloso de, a pesar de su corta edad, haber cubierto el recorrido completo. Sus primeras andanzas juveniles entre caladas a cigarros compartidos; besos furtivos con sabores a fresa y miel; rebeliones estudiantiles y, todo siempre al amparo de la luna mora de los Jardines del Alcázar. Su ingreso en la Facultad de Filosofía y Letras; su Licenciatura y su posterior desembarco por tierras londinenses. “Ocnos” le había atrapado y devuelto al paraíso donde siempre están flotando los sueños: la niñez. Cuando más ensimismado estaba notó que la puerta del aula se entreabría lentamente y una voz amiga le decía: “José Miguel, ¿te apetece una partida de ajedrez antes de la cena?”. Asintió con la cabeza y se levanto lentamente mientras guardaba en un cajón de su mesa el imperecedero –y maravilloso- librito de Luis Cernuda. Se volvió un momento para ver de nuevo el jardín a través de la ventana. La tarde se moría lentamente, y él se marchó herido por el agudo y dulce dardo de la nostalgia. No pudo evitar una leve sonrisa cuando recordó aquello de: “Dicen que la distancia es el olvido”. ¿Olvidar? Cuando tu alma se quedó flotando por plazuelas y callejones. Cuando las cornetas y tambores de tu infancia las sigues escuchando desde la lejanía. Cuando tu Ciudad te despoja de tu adusto traje de forastero para retrotraerte a la niñez no es posible –ni sensato- olvidar. Se hace imprescindible el recordar; porque recordar es vivir y, vivir es soñar.
Nunca lograremos descifrar cuando duele más esta Ciudad: si en las distancias cortas o desde la lejanía. Desosegados por la cercanía o heridos por la distancia. La cortejamos sin esperar que nos de nunca el Si soñado.
Nunca lograremos descifrar cuando duele más esta Ciudad: si en las distancias cortas o desde la lejanía. Desosegados por la cercanía o heridos por la distancia. La cortejamos sin esperar que nos de nunca el Si soñado.
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